La casa en que se ubicaba la tienda y vivienda de la Sole.
La Sole regentaba una tienda que evocaba más al rincón de un zoco marroquí que a nuestros modernos comercios regidos por directivas comunitarias. Allí se acudía con la esperanza de encontrar cualquier cosa, en cualquier sitio, pero más por deferencia del azar que por ningún tipo de gestión racional de la mercancía. La tienda se confundía con la vivienda, y sus regentes (casi siempre la Sole, pero a veces se dejaba ver su marido, Moisés, mutilado de la Guerra Civil que arrastraba una pata de palo, o su hermana soltera, Josefa, a la que atribulaban mucho las requisitorias del negocio) aparecían siempre tarde desde el profundo interior de aquel dédalo al llamado del cliente. Si mal no recuerdo (porque tan confuso era el lugar que no puede ser nítida su imagen) el mostrador de madera tenía practicada una hendidura por donde caían las monedas al cajón. Pero no me atrevería a asegurarlo.
La Sole, como la Flugen o la Basi, eran objetivo de las travesuras y desplantes de los niños, así como de la inveterada suspicacia del labriego hacia el comerciante minorista. Una broma (¡y las había crueles!) hacia la Sole o la Flugen no atentaban, por decirlo sin matices, contra el orden social, y eran recibidas con una inmerecida indulgencia o comprensión. El día de los Santos Inocentes, proclive a la tolerancia con la zafiedad, a la Sole se le atormentaba con encargos falsos, con estallidos de petardos, y con cualquier retorcida ocurrencia que maquinara el inquieto magín de la cruel chavalada.
El grito para llamar la atención de la Sole era largo y cadencioso: Soleeeeeeeee. Con parsimonia bustrófeda se oía el arrastrar de sus pasos por un largo y lóbrego pasillo hasta que volvía a desaparecer en busca del puñado de puntas, del ovillo de hilo o de quién sabe qué.
La Sole venía con mucha frecuencia de visita a mi casa. Mi abuela contemporizaba con la crítica (medio mundo critica del otro medio, y el otro medio, del mundo entero, le gustaba justificarse con esta suerte de retruécano) y favorecía visitas que trajeran alguna sal y pimienta, porque los demás éramos poco dados a interesarnos por las vidas ajenas. La Sole, al menos, solía traer algún lamento o alguna noticia fresca, y las dos pasaban un buen rato de charla.
El caso es que para mí fue una figura muy cercana y entrañable, y aún conservo sus palabras y sus gestos, tan amables siempre para conmigo.