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Algunos miembros de nuestra pandilla en el frontón, en el verano de 1984 |
Cuando se acercaban las chicas, poco devotas, por aquellos tiempos, del culto a la raqueta, la conversación se dispersaba, convertida en un indescifrable y competitivo ritual de seducción y se desatendía el inapelable turno del juego (hasta los victoriosos cedían en su derecho, e incluso hubo más de una vez que no tuvimos forma de juntar a los cuatro necesarios).
Aquella reunión, si bien se mira, venía a ser un grupo de Whatsapp sin teléfono móvil: las conversaciones se entrelazaban con rapidez vertiginosa, los emoticonos eran muecas reales, todas las historias que se contaban, las imitaciones, las canciones, los enfados, suponían un inagotable almacén multimedia. Aunque no era fácil, también había mensajes privados, bastaba con doblar con discreción una de las esquinas del frontón.
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Una de las acacias, y parte de la pandilla, en las escaleras del frontón (1986) |
Hoy, aunque aquellas acacias están casi secas, también se refugian a su amparo, de tanto en vez, los pocos quinceañeros que por allí se dejan ver. Si es al atardecer, la luz de cada teléfono ilumina vagamente sus rostros, los suspende en el vacío. Evocan, gesticulando ante la pantalla, aquellas almas vaporosas sin consciencia ni memoria de las que cuenta Homero que vagaban por el Hades. Con la espalda recostada unos contra otros prefieren hablarse a través de un satélite que mirarse a los ojos. Urge más atender al irritante sonido de un nuevo mensaje que responder a la voz que te requiere a tu lado.
Es así, qué le vamos a hacer, el progreso tecnológico y el progreso humano no siempre han ido bien acompasados. Y eso que bastaría, para contener su poderosa seducción, para aprovechar todo lo bueno que nos da y no sucumbir a ninguno de sus riesgos, aplicarse la sabia divisa estoica: de nada demasiado.
Fotografía de 1984: Valentina Pedrosa
Fotografía de 1996: Autor desconocido.