lunes, 18 de octubre de 2021

Incomunicados por el móvil


Algunos miembros de nuestra pandilla en el frontón, 
en el verano de 1984
En mis veranos de la adolescencia era casi obligatoria una reunión de la pandilla en el frontón del pueblo, antes de irse a comer a casa. Allí se jugaba al frontenis por parejas (los que perdían dejaban sitio a otros dos, y así sin parar), y mientras cuatro estaban en ello, los demás aprovechábamos para ponernos al día, a la sombra de unas acacias que por allí se daban, de cualquier cosa que hubiera pasado desde la noche anterior, hacer planes para las próximas horas y, en general, hablar por hablar. 

Cuando se acercaban las chicas, poco devotas, por aquellos tiempos, del culto a la raqueta, la conversación se dispersaba, convertida en un indescifrable y competitivo ritual de seducción y se desatendía el inapelable turno del juego (hasta los victoriosos cedían en su derecho, e incluso hubo más de una vez que no tuvimos forma de juntar a los cuatro necesarios). 

Aquella reunión, si bien se mira, venía a ser un grupo de Whatsapp sin teléfono móvil: las conversaciones se entrelazaban con rapidez vertiginosa, los emoticonos eran muecas reales, todas las historias que se contaban, las imitaciones, las canciones, los enfados, suponían un inagotable almacén multimedia. Aunque no era fácil, también había mensajes privados, bastaba con doblar con discreción una de las esquinas del frontón.

Si alguien nos hubiera dicho entonces que solo unas décadas más tarde aquella bulliciosa reunión de antes de la comida podría seguirse manteniendo a cualquier hora y desde cualquier sitio, sin tasa de tiempo, cantidad ni proporción, a través de un misterioso objeto electrónico (que además contiene dentro todo lo que existe, una suerte de lámpara maravillosa sin genio al que suplicar), ni el más fantasioso del grupo le hubiera dado crédito alguno.

Una de las acacias, y parte de la pandilla, en
las escaleras del frontón (1986)
Ne quid nimis, se dice que predicaban los estoicos en tiempos de la antigua Roma. De nada demasiado, lo podríamos traducir. Extender aquella plácida tertulia de amigos hasta el infinito, hacerlo de manera compulsiva desde cualquier rincón, con los ojos prendidos del destello hipnótico del ingenio, tallar en mármol sus banalidades (porque lo que se dice o lo que se escribe ya no se lo lleva el viento, ni las palabras de las que uno se arrepintió se desvanecen con una sonrisa o una disculpa), nos hubiera parecido más cosa de pesadilla que una deseable utopía de futuro. 

Hoy, aunque aquellas acacias están casi secas, también se refugian a su amparo, de tanto en vez, los pocos quinceañeros que por allí se dejan ver. Si es al atardecer, la luz de cada teléfono ilumina vagamente sus rostros, los suspende en el vacío. Evocan, gesticulando ante la pantalla, aquellas almas vaporosas sin consciencia ni memoria de las que cuenta Homero que vagaban por el Hades. Con la espalda recostada unos contra otros prefieren hablarse a través de un satélite que mirarse a los ojos. Urge más atender al irritante sonido de un nuevo mensaje que responder a la voz que te requiere a tu lado. 

Es así, qué le vamos a hacer, el progreso tecnológico y el progreso humano no siempre han ido bien acompasados. Y eso que bastaría, para contener su poderosa seducción, para aprovechar todo lo bueno que nos da y no sucumbir a ninguno de sus riesgos, aplicarse la sabia divisa estoica: de nada demasiado

Texto: Gerardo Manrique
Fotografía de 1984: Valentina Pedrosa
Fotografía de 1996: Autor desconocido.