Este mes de agosto se ha abierto un supermercado de la cadena Lupa en Melgar de Fernamental, en el lugar donde estuvo ubicado el templo de Las Vegas 2. Para los que ya superamos holgadamente la cincuentena la palabra “templo” no es ninguna hipérbole. De hecho, todas las noches que abría sus puertas se celebraba allí un ceremonial cambiante y confuso, pero que siempre terminaba con la versión extendida de Sultans of Swing, de Dire Straits. Supongo que en los aseados pasillos del Lupa se percibirá alguna vez, como una sicofonía, el eco de la guitarra de Mark Knopfler y su mensaje enviándonos para casa: "Goodnight, now it's time to go home". Que Las Vegas se haya convertido en un supermercado tiene una carga simbólica tan deprimente que no insistiré más en ello.
Aunque se conserva la morfología del edificio, ya no es lo mismo.
Resulta absolutamente imposible hacer un compendio de todo lo que vivimos aquellos años en Melgar. En realidad, vivimos nuestra juventud, como todo el mundo vive la suya y la idealiza y manosea con el paso del tiempo. Sólo que el epicentro de la nuestra se situó allí.
Después de probarlos todos (el Torres, el Zígor, el Yucatán, el Adrián…) situamos nuestro centro de operaciones en “El bar de la pesa”. Le pusimos aquel nombre como asentando nuestra propiedad, porque no se llamaba así. Era un local anodino, ramplón, sin el menor esmero en la decoración o la comodidad, regido por dos hermanos malencarados, pero más tolerantes y pacientes de lo que parecía y que, muchas veces, asistían atónitos a nuestros excesos. Casi como plato único, bebidas aparte, ofrecía una fuente llena de huevos cocidos, de los que solíamos dar cuenta a lo largo de aquellas noches interminables. Lo de “la pesa” se debía a una báscula desvencijada que era su única y muy peculiar seña de identidad. Pero aquel antro era nuestro refugio en noches de mar brava y le guardábamos gran devoción.
Ahora que las dos discotecas son carne de supermercado, se puede decir que lo suyo era pagar la entrada en La Cristal, siempre atestada, y tratar de colarse en Las Vegas, donde había mejor música y más espacio. En el orden del día, además del tributo a los sultanes, sólo había un punto de obligado cumplimiento, “El lento de la Cristal”, a cuyo reclamo acudíamos solícitos desde cualquier bar del pueblo. El lento era un rito convencional que facilitaba la aproximación de los chicos a las chicas, porque nadie discutía el derecho, hasta del más tímido, de sacar a una chica a bailar (delicado eufemismo). Se atenuaban las luces hasta casi apagarse, ellos pedían un baile y ellas establecían el desenlace, que podía variar desde un no inicial rotundo que no daba la mínima opción, hasta una expedición al reservado, al que había que ascender trabajosamente a través de una escalera hacinada para llegar a un más que hacinado sofá (¡puro romanticismo!).
Estas complicadas transacciones, sin embargo, muchas veces eran saboteadas por una pelea entre grupos aborígenes rivales de la zona, que se propagaba como un incendio por el local e implicaba encender las luces y acabar con aquel sutil mercadeo de pasiones.
Entre los noes rotundos, los sabotajes y las ganas de pasarlo bien, lo normal era optar por el plan B. En realidad, el plan A, se me ocurre pensar a veces, no era más que una servidumbre a la imagen de gallito seductor que era preciso cultivar, no se sabe muy bien por qué. En cuanto al plan B, dejaremos sus precisiones para otra ocasión.
Las Vegas 2, además del gran número de conciertos a los que dio cabida (legendario fue, entre otros, el de Los Ramones, una banda de rock neoyorquina de proyección mundial), tenía dos días de triunfo absoluto en el año. En Nochevieja no había ninguna duda en qué discoteca pagar la entrada, y el 28 de diciembre, el día de los Santos Inocentes, se celebraba la rifa presencial del R-5 para el que se habían estado dando papeletas todo el año. En aquellos dos días la afluencia era apoteósica.
Es imposible no evocar con nostalgia aquel Melgar nocturno en el que, si uno se retrasaba un poco, tenía que aparcar a las afueras del pueblo cualquier gélido sábado de mediados de febrero.
Todo aquello pasó como si no hubiera existido, de la desmesura y el exceso al olvido y la nada. Una versión un poco cutre y hortera (pero con la misma sensación de desamparo) de las secuencias de bonanza y miseria de Cien años de Soledad.
Hace ya mucho tiempo que cuando voy a Melgar es siempre de día y se me hace casi imposible reconocer en ese caserío deslavazado el escenario de nuestra mitología juvenil. Y no te digo nada a partir de ahora, cuando en lugar de los Sultanes del Swing suenen por los pasillos del recinto sagrado del templo las ofertas de frutería y charcutería. Por eso sería todo un detalle que los regentes del supermercado pusieran una lápida, como último amarre para el recuerdo, tal vez con algún verso de los Sultanes: You get a shiver in the dark… (Sientes un escalofrío en la oscuridad…)