miércoles, 8 de septiembre de 2021

Las memorias de Adriano, de Marguerite Youcenar

Las Meditaciones de Marco Aurelio, dentro de mi “proyecto Gredos Clásica” me persuadieron a volver de nuevo sobre las noveladas memorias de Adriano, bestseller exitoso allá por mis años jóvenes. Este libro, en la plenitud de su palabra, es decir, con su soporte físico incluido, es el pionero en mi biblioteca y el que más cariño y nostalgia acapara.

Aunque tengo en un recuerdo brumoso la adquisición de Las Ratas, de Delibes, o El Siglo de las Luces, de Alejo Carpentier, en el quiosco de la estación de autobuses de Burgos, vaya usted a saber cuándo, el primer gran desembolso para mi paupérrima economía de entonces fue el libro que estos días he vuelto a tener entre mis manos. Lo compré en la librería Atenea de Gijón en el año 1983, cuando cursaba el COU y miraba al futuro con ansiedad, pero ya con algún pequeño recelo. 

El libro era muy noble, con su papel fuerte, sus tapas duras y la guía de color verde, que le emparentaba de algún modo con la solemnidad de los libros litúrgicos.

Como me había costado más de las mil pesetas de entonces, y porque yo ya sentía una más que ligera inclinación hacia los estudios clásicos, su lectura fue un acto de culto. Pasaba las hojas con cierta unción religiosa y lo que leía era un dogma, fuera lo que fuera. La intensa traducción de Cortázar (no conozco el original, pero siento el espíritu del argentino planear por sus páginas) hacía posible ese efecto del que hablo.

Lo he vuelto a leer (el mismo libro, la misma guía para marcar las pausas), pero ya a muchos años de distancia, con el escepticismo y la breve sabiduría que me ha reportado el tiempo pasado. Y, por una irónica carambola del destino, lo he vuelto a leer a no muchos metros de donde lo compré.

Y he vuelto a sentir, en conjunto, una impresión parecida, algo así como la caricia del humanismo clásico. La reconciliación del hombre (mi reconciliación) con nuestro destino común; reconciliación llena de comprensión y afecto. La prosa de Yourcenar está teñida de reflexión nostálgica, de sentimiento de pérdida y fugacidad. A pesar de estar magníficamente documentada, la novela en realidad trasciende los sucesos históricos, su verdadera sustancia es el esfuerzo de una persona por comprenderse, de cualquier persona en cualquier época. 

Pero esa persona es Adriano, el emperador romano dotado de una mayor cultura y sensibilidad artística y literaria. El gran favorecedor de todo lo que significaba la sabiduría griega. Gran viajero que nos abre el norte de Europa y, sobre todo, el refinado oriente. Por momentos el libro nos transporta con tanta eficacia que se ve uno caminando por la Atenas o la Antioquía del segundo siglo después de Cristo.

A veces el libro se repite, insiste una y otra vez en los mismos sentimientos, que reaparecen en otras situaciones y con otros personajes. Esta vez, sobre todo al principio, y como suele acontecer con las lecturas mitificadas, sus páginas no lograban cautivar de la misma manera. Tuve que esperar a su parte final, a las notas que ilustran sobre su proceso compositivo para entregarme del todo otra vez y sin remedio. ¡Qué apasionante resulta la historia de la autora con su creación y con el personaje que la protagoniza! ¡Qué lucha denodada por sacar el proyecto adelante! ¡Qué familiaridad llega a alcanzar con Adriano, qué admiración, qué cariño, qué amor! A través de Adriano contemplamos un espíritu inmenso, lleno de talento, que se ha dedicado a mirarse a sí mismo para entender lo que somos todos. 

Esta parte final del libro, ya fuera de la novela, es de un enorme interés. Y sorprendente la necesidad que tiene la autora, en la última de sus notas, de documentar con precisión todas sus fuentes y el tratamiento que ha dado a las mismas, cuánto de ficción y cuánto de realidad tiene cada uno de sus personajes y situaciones. Seguro que se trata de un contraataque ante alguna crítica mostrenca. Sea como fuere, redondea la historia del libro, que es la apasionante historia del ser humano.

Algún párrafo de estas notas lo resume casi todo en sus sabias palabras:

Todo se nos escapa, y todos, y hasta nosotros mismos. La vida de mi padre me es tan desconocida como la de Adriano. Mi propia existencia, si tuviera que escribirla, tendría que ser reconstruida desde fuera, penosamente, como la de otra persona; debería remitirme a ciertas cartas, a los recuerdos de otro, para fijar esas imágenes flotantes. No son más que muros en ruinas, paredes de sombra. Ingeniármelas para que las lagunas de nuestros textos, en lo que concierne a la vida de Adriano, coincidan con lo que hubieran podido ser sus propios olvidos.

Y éste otro, cargado de sabiduría:

No perder nunca el diagrama de una vida humana, que no se compone, por más que se diga, de una horizontal y de dos perpendiculares, sino más bien de tres líneas sinuosas, perdidas hacia el infinito, constantemente próximas y divergentes: lo que un hombre ha creído ser, lo que ha querido ser, y lo que fue.

Animula vagula, blandula...

Gerardo Manrique