martes, 7 de septiembre de 2021

La visita del gobernador


Si alguien desea documentarse sobre esta fotografía, sólo tiene que preguntar a cualquiera de los numerosos retratados que en ella figuran (la mayor parte, por ventura, siguen al alcance de nuestra curiosidad), que sabrán dar noticia del evento. Desde luego yo, si estaba por allí, no me acuerdo, y me tienta tanto ponerme a fabular que casi todo lo que viene a continuación es pura literatura. 

Corrían los años setenta y protagonizan la escena don Antonio (maestro del pueblo a la sazón) y un orondo señor que le ofrece con aplomo su mano derecha, mientras con la izquierda sostiene la vara de mando que, cabe pensar, le habrá cedido cortésmente el alcalde. Son testigos inmediatos del saludo los componentes del grupo de danzas regionales que por entonces teníamos en el pueblo y de cuyas actuaciones guardo un lejano recuerdo. Es probable, por sus medias sonrisas, que don Antonio esté haciendo o haya hecho alguna mención elogiosa o chusca al baile, que suponemos que habría tenido lugar hace un instante, porque se ve al público un poco apartado, como dejando espacio para la actuación. 

Yo aventuraría, por la edad de los circunstantes, que podría tratarse de la inauguración del Teleclub o, como poco, de una de aquellas visitas que de muy de tanto en vez recibía Pedrosa del gobernador provincial. Y de eso, de aquellas visitas, bien que me acuerdo. 

El gobernador (hoy en día degradado a “delegado del gobierno”) era la mayor autoridad a cuya presencia podía aspirar Pedrosa. En cierto sentido, Franco, los príncipes, los reyes o los ministros del gobierno eran algo tan remoto que no era ni real. Sin embargo, el gobernador era de carne y hueso (en general, mucha carne y mucho hueso) y llegaba con la apostura de un emperador romano ante la rendida mirada de sus vasallos, que admiraban, sin ningún fundamento, sus dotes de mando y sus difíciles ocupaciones (¿Quién sabe si no sería un mequetrefe puesto a dedo por vete a saber qué servicios a la causa?).

Como siempre, los niños detectábamos la parte práctica del asunto, que era una comilona monumental en su honor a la que contribuían con generosidad y denuedo las mujeres del pueblo. Ese tipo de banquetes institucionales siguen recibiendo en PDP el nombre de “lus”, que es el mayor desafío a un filólogo que uno puede encontrar si, como todo parece, deriva del étimo inglés “lunch” (almuerzo, comida). ¿Quién aclimató a los secos aires de Castilla semejante frivolidad con tanto éxito? Viniera por donde viniera a nuestro pueblo, el anglicismo, eso sí, fue severamente readaptado a nuestras costumbres y forma de hablar.

Pero igual nada es como parece y el Teleclub ya llevaba un buen tiempo rodando y ese señor al que tan ufano saluda don Antonio no tiene nada de gobernador (y mucho menos de mequetrefe, ¡Dios me libre!) y ni siquiera (y esto sí que es harto improbable) no hubo lus aquella jornada… Así que, si he metido mucho la pata, acepto cualquier corrección y el compromiso de escribirla con toda humildad aquí debajo. 

Gerardo Manrique