Jugábamos al fútbol con botellas vacías de lejía. Cuando se golpeaban, su trayectoria era caprichosa: a veces cogían velocidad, fuerza y una buena dirección. Pero otras su forma irregular les hacía botar sin sentido o dar trompicones de aquí para allá. La portería también tenía su parte de abstracción, pues no se elevaba ni veinte centímetros del suelo: eran las dos bocas de los pasillos que franqueaban el acceso al recinto de la escuela, hoy día convertida en flamante ayuntamiento. El campo de juego, por tanto, se flexionaba sobre sí mismo, pues porterías y porteros estaban dispuestos en la misma línea. La táctica en el partido era perseguir atolondradamente los irregulares saltos de la botella de plástico. Todos, salvo los porteros, éramos una nube bulliciosa tras el deformado envase de color amarillo. Y éramos felices, llevados y traídos por el hechizo de la competición.
Un buen día apareció en la escuela un “balón de reglamento”. Impresionados ante su perfecta circunferencia, la previsibilidad de sus movimientos y la tersura de su hipnótico ajedrezado de cuadros blancos y negros, dejamos abandonadas para siempre las botellas de lejía. Pero ahora nuestro recuerdo se va a su lado, a aquellos partidos del recreo o a la salida de la escuela; días en que las calles de Pedrosa eran un tierno abrazo que te llevaba a casa.
Gerardo Manrique