sábado, 31 de julio de 2021

Las remolachas al lado del frontón

Sólo una vez me comuniqué con César Gallardo, siendo yo un niño de siete u ocho años. Pura ingenuidad, fui inducido por un malévolo Fermín a dirigirme a él, sin ton ni son, con el apelativo de “indio”, cosa que, al parecer, le producía una gran irritación (en realidad, supe después, no había cosa que no le irritara). Estaba el paisano atareado en ese momento en cambiar la rueda de su Pegaso, pues se dedicaba entonces al oficio de transportista. Su familia, si se me permite el paréntesis, era conocida como “Los fresqueros”, por haberse dedicado a la venta de pescado en los años en que su conservación dependía totalmente del hielo. Luego amasaron un cierto patrimonio, a escala rural, debido a su tenacidad en el trabajo y a la austeridad de sus costumbres. 

En fin, el caso es que a mi inesperada y ofensiva interpelación me respondió sin más explicaciones golpeándome la espalda con la barra que estaba manipulando en el cambio de la rueda, un golpe brutal del que adolecí durante casi todo aquel verano. Se habla de la comunicación gestual, pero yo creo haber sido ejemplo de la comunicación más directa posible: sin que se articularan más de dos sílabas, ambos (sobre todo yo) entendimos con claridad el mensaje. Me gustaría haber leído a Roman Jacobson o a Noam Chomsky teorizar sobre el suceso. 

Sin embargo, andando el tiempo, me llegaron noticias de su rotunda verbosidad. Se dice que era especialmente ingenioso en el difícil arte de la blasfemia (la etimología del término me sobrecoge otra vez: “golpear con la palabra”). Para apoyar un argumento con contundencia o, simplemente, al resultar contrariado por algo, prorrumpía en un larguísimo juramento que comenzaba con un autoinmolatorio “Me cago en mí”; seguía, antes de pisar en sagrado, por la memoria de su madre, y luego llegaban Dios, la Virgen y toda la corte celestial (mencionada así, como colectivo), para rematar el asunto con la más extraña pirueta barroca: “…que vengan todos los demonios y se pongan en manifestación”. Yo, que siempre he sucumbido a la tendencia de figurarme en imagen lo que dicen las palabras, apenas he podido recrear esa escena entre chusca y tenebrosa. Confieso que nunca pude oír en directo ésta y otras piezas que se le atribuían (aquel seco barrazo me hizo receloso, y mantuve en lo sucesivo una prudente distancia), y que el relato depende del testimonio de terceras personas. En concreto, es de labios de Choche de quien oí la furiosa muestra de arte conminatorio que acabo de describir. De hecho, mi atildado amigo se solía referir al personaje como el “Mecagüenmi”. 

Los Gallardos, tres hermanos solteros, hombres recios, que lograron acumular tierras y posibles a fuerza de trabajo y misoginia, tuvieron la mala suerte de cultivar un campo de remolachas detrás de la pared del frontón. Los veranos, al mediodía, siempre íbamos los chavales a jugar algún partido de frontenis y a hablar con las chicas, y tuvimos que montar todo un dispositivo de vigilancia para eludir la furia de aquella airada tríada. Cuando una pelota caía en sus remolachas, un comando corría en su búsqueda. En la esquina de la tenada de Gildos (brusca reducción nominal de Hermenegildo Peña) se apostaba un vigilante, que daba la voz de alarma a otro dentro del frontón, si veía venir a alguno de los tres cíclopes. Éste avisaba a los que estaban buscando la pelota entre las remolachas, quienes, dependiendo de la cercanía del peligro, o bien volvían y disimulaban como si nada, o bien huían despavoridos campo adelante, hacia el río, confiados en su juventud y sus piernas. 

En una ocasión el dispositivo falló, tal vez porque Pedro Gallardo se acercó por detrás, por la tenada de Pablo, y no hubo ocasión de reaccionar. Los sorprendidos entre las remolachas, a duras penas lograron escapar (adolescentes al fin, y él ya muy entrado en años), pero descargó su ira  contra los que estaban sentados en el banco corrido del frontón. Joselón, al que no recuerdo haber visto empuñar una raqueta, vio cómo pasó rozando su cabeza un pedrusco descomunal. Tiene misterio esa propensión de la venganza ciega a cebarse en el inocente.

César Gallardo (siempre me impresionó la apostura de ese nombre) murió en Aranda de Duero, en un fatal ceda el paso. Cuando supe la noticia me pareció imposible, era de la estirpe de los semidioses, una suerte de Áyax Telamonio, brutal en la contienda, indiferente al riesgo, el dolor o la muerte.

Gerardo Manrique