sábado, 31 de julio de 2021

Antonio Prieto


Hace uno días murió Toriviejo, receloso y aturdido en una habitación del Hospital Universitario de Burgos. Cuentan que sacarlo de Pedrosa no fue fácil, aunque los síntomas de su enfermedad eran acuciantes. 

El primer pensamiento que me asaltó al conocer la noticia fue pensar en quién lo reemplazaría en los entierros en la tarea de descolgar los féretros hasta posarlos al pie del hoyo de la tumba, y arrojar con ímpetu las primeras paladas de tierra, esas que percuten con horror sobre la madera. Me dijeron que lo enterraron hecho cenizas, por los estragos que en él había provocado la enfermedad. No fue, entonces, un entierro como tantos que él había dirigido. No hubiese sido necesaria su pericia con la soga, ni su reciedumbre. Alguna moraleja tendrá esa circunstancia. 

Lo echo de menos frente a su casa, con aquel inocente orgullo que le hacía la persona más afortunada del mundo, ufano por su arreglada vivienda, su Volvo y esa suerte de merendero-pajar que construyó cerca del río. Él era como un poste al que amarrar la nave del pueblo, su tradición. Frente a su casa no era infrecuente mantener con él alguna conversación, que en algún momento terminaba por recalar en el ciclismo antiguo, desacreditando todo lo que vino después de Pulidor, Anquetil o Mercx. Alardeaba del aprendizaje memorístico más antipedagógico al que yo he asistido nunca, recitando sin vacilar la famosa lista de los Reyes Godos, o un montón de ríos con sus innúmeros afluentes, sin mayor aprovechamiento que la pura exhibición mnemotécnica.

En mi primera y única experiencia como presidente de mesa electoral, una de esas huidas hacia adelante conjuradas entre Félix y mi candidez, me puse a buscarlo en el censo electoral como Toriviejo, porque yo nunca había oído otra referencia a su persona. Después de una severa admonición por su parte, supe que su verdadero nombre era Antonio Prieto, y, después de aquello, siempre que me crucé con él, me gustaba hacer énfasis en su verdadera identidad, e interpelarlo varias veces con el nombre de Antonio, para purgar de una vez mi pecado. 

Sin embargo, para todos, y para mí, siempre será Toriviejo aquel acerado peón de albañil que brincaba por el tejado del pajar en construcción, sosteniendo una viga de madera en un equilibrio imposible. Aquel curtido y fibroso paisano que se apostaba en la barra de la discoteca a ver pasar a las muchachas en flor, siempre esquivas, que recelaban de él como de un espécimen del jurásico. Aquel guardián de las esencias de la masa de cemento y las fiestas de Astudillo. No te imaginas cómo echo de menos tu encuentro al bajar de mis paseos al páramo. 

Gerardo Manrique