jueves, 22 de julio de 2021

¡Eres fea!

No por muy glosado deja de ser llamativo el capricho de la memoria. Apenas puedo aportar alguna precisión contextual a este recuerdo (podría conjeturar algo, pero para qué). Si acaso, identificables del todo, sólo quedamos el protagonista principal (cuya identidad es de suyo omitir, dada la heroica de lo evocado), la frase emitida y yo, de entre los espectadores. Ni siquiera puedo concretar quién era la muchacha, aunque sí diría que, por aquella época, ninguna de las que comparecieron en el Juicio de Paris.  

El escenario bien podría ser el arranque de una de las noches furiosas de Melgar, a las puertas del inolvidable Bar de la Pesa, aunque no sería prudente jurar que no fuera bajando de la bodega, tras el rompan filas de una velada bien cargada de vino. ¿Y por qué no en el epílogo de las fiestas de algún pueblo comarcano? En fin, un escenario de exceso y desinhibición, entre los que sobresalían entonces los tres mencionados.

Ni venía a cuento ni era respuesta a provocación previa alguna. Un desahogo grotesco e irracional, de la nada a la nada, pero con un potencial de impacto en la memoria como el que acreditan las más de tres décadas que ya han transcurrido desde entonces.

Un grupo de chicos y chicas, excesos verbales, empujones, risas cruzadas, algo de desvarío y disfrute intenso de la vida. De súbito, él aproxima su rostro al de ella, en un movimiento raudo e imprevisible, los ojos desorbitados, los labios en un rictus de profundo desprecio, las dos manos con los dedos estirados enmarcando su cabeza, como extensión de sus palabras:

¡ERES FEA!

Le dice, con la pausa a que obliga la hipergesticulación, mascando cada uno de los sonidos en un crescendo que articula la última vocal con una boca desaforadamente abierta y con todo el cuerpo echado hacia adelante, crispado, como el del velocista que lanza su cabeza con desesperación hacia la meta porque piensa que va segundo.

Ella, temiendo recibir algún impacto de saliva o mal aliento, o incluso el choque físico de su rostro, retrae un poco la cabeza, incrédula de recibir semejante obús verbal sin mediar motivo. Queda rígida, paralizada, incapaz de gestionar una venganza a la altura del agravio, incapaz siquiera de sollozar ante semejante escarnio público.

La concurrencia, ¡mea culpa!, no podemos contener la risa, que estalla a borbotones alrededor. Imposible no celebrar lo inopinado del suceso, su absurda ejecución y la postura del retador, que retrocede luego a su posición de arranque, como quien tras lanzar la caña vuelve a su asiento, a ver si pican.

Lo bueno, y vuelvo al principio, es que sobre aquella escena bufa la memoria hizo con diligencia su trabajo y ya sólo quedamos en ella el figurante, yo y aquel mensaje tan poderoso, por primitivo y elemental.  

Gerardo Manrique