lunes, 12 de julio de 2021

El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince


A Mariángeles le pareció que no bastaría con recomendarme encarecidamente su lectura, así que me trajo el libro a casa, de manera que, aunque solo fuera por un elemental principio de cortesía, se aseguraba de que lo leyera. Tanta confianza tenía, y con mucha razón, en las bondades de su lectura. Yo había oído hablar del libro, y más aún de la película de Trueba que en él se inspira, pero tengo que reconocer que se hubiera quedado, como mucho, en ese gigantesco almacén en que se van apilando las lecturas potenciales para las que nunca hay tiempo ni ocasión.

Y hubiera sido toda una lástima, porque el libro merece mucho la pena ser leído, y hasta releído, diría yo, porque acaba siendo una reflexión emotiva, sincera y profunda sobre el sentido de la vida en todas sus derivadas (las relaciones familiares, la vivencia de la felicidad y la amargura y las inevitables mutaciones de la fortuna, la proyección social de las personas, su compromiso con los demás, el sentido del éxito y el fracaso, todo lo que acaba siendo esencial a lo largo de nuestra existencia y su propio fin, la muerte y la desaparición, evocadas ya desde el título). Una reflexión que no deja indiferente al lector, que lo conmueve y hasta perturba, porque no puede evitar sentirse interpelado directamente, con una franqueza y sinceridad muy poco habituales, sobre asuntos que cada uno ha vivido y pensado a su manera, pero que son comunes a todo ser humano. 

El libro se plantea como la necesidad vital de contar la verdad para descargar un enorme peso del alma, a través de la exposición pública de la intimidad, con el reparto de la abrumadora carga de la culpa y el desasosiego en esa indefinida y anónima masa de lectores que compartimos (en el sentido etimológico de la compasión) los intensos sentimientos que se derivan del relato de sus vivencias personales.

Eso sin renunciar a otro objetivo que el autor formula de manera explícita, el de mostrar la enorme injusticia cometida con su padre, una persona esencialmente buena que fue asesinada de manera alevosa por querer ayudar a los más desfavorecidos. Y lo hace con maestría, pues la mejor manera de insistir en esa injusticia es recrear con la mayor fidelidad posible la figura de su padre, tanto en el ámbito familiar (el padre soñado, sin duda, por su capacidad para transmitir a sus hijos ternura, cariño y apoyo), como en su proyección social, tanto como médico y profesor universitario, como activista por la justicia social y los derechos humanos. Es brillante la tesis sostenida por el padre de que el virus más letal que operaba en Colombia era el de la violencia, y que la acción sanitaria más urgente era conseguir una mayor justicia social y garantizar los derechos humanos básicos. Eso podría salvar más vidas que cualquier campaña de salud pública. Y en este homenaje a su padre, con el que el autor mantuvo una relación casi de absoluta dependencia emocional, no se excluyen los puntos oscuros, como algunas llamativas contradicciones entre sus teorías y su actos, su casi nula aptitud para los aspectos prácticos de la vida, su contemporización con sectores de izquierdas que lo trataban de manipular… Incluso deja caer, de manera un tanto enigmática, lo que podía suponer la fascinación que para él tenía la película de Visconti Muerte en Venecia, como una de las zonas oscuras que tanto contrastaban con su brillante personalidad.

Y para este ajuste de cuentas consigo mismo, pues llega a culpabilizarse, por omisión, de la muerte de su padre, con sus carencias y debilidades, pero también con su país y sus dirigentes, con personas con nombre y apellidos que no estuvieron a la altura de las circunstancias y con otras muchas cosas más, el autor nos cuenta que han tenido que pasar veinte años desde la muerte de su padre, para poder ofrecer una perspectiva más ecuánime y realista, menos propensa al chantaje del sentimentalismo o el deseo de venganza. 

Casi siempre la realidad aventaja a la ficción. No se podría superar en una novela la circunstancia de encontrar en el bolso del pantalón de su padre el soneto de Borges cuyo primer verso da título al libro, el olvido que seremos. El soneto viene a compendiar el sentido último del libro, un tanto paradójico. Ante un destino de inevitable desaparición de todo ser humano y su memoria, que el autor asume sin ningún paliativo filosófico o religioso, sin embargo vale la pena conseguir alargar un poco más, a través de un medio tan incierto como la recreación literaria, la memoria de su padre entre los vivos. Un hermoso propósito, cargado de amor y también de desesperación ante el leviatán que todo lo engullirá. 

Un libro sobre el que resulta enormemente difícil hacer una síntesis, porque el relato descarnado de una vida, con todas sus implicaciones emocionales, es casi imposible de resumir. Tal vez baste con decir que todas las vidas contienen sus episodios de felicidad y tragedia, de exaltación y hundimiento y amargura. Así que cuando uno encuentra una descripción tan franca, tan directa, tan pasional de una vida, no puede dejar de emparejarla con la suya propia y, al modo de la catarsis griega, implicarse emocionalmente en ella. Y eso lo facilita la impresión que se tiene desde el principio de que en el relato no hay segundas intenciones ni rastro alguno de manipulación ideológica o dogmatismo. Los sentimientos básicos y la verdad están por encima de las derechas y las izquierdas, de la religión o el ateísmo; todo se discute, todo se critica, sólo se salva lo que uno siente, su verdad.

Una lectura, en suma, de las que consiguen romper la formalidad literaria y tocar la fibra sensible del lector. Y todo ello en un estilo narrativo muy ágil, con el elegante y cálido español de Colombia, con una compartimentación del relato que facilita mucho su lectura y con una presentación de los hechos que logra combinar de manera armónica la investigación documental, el testimonio personal más íntimo y la descripción histórica de un país y una época.

Toda una experiencia lectora que me atrevo a recomendar para cualquier persona con un mínimo de sensibilidad (o incluso sin ella), especialmente didáctica para enfocar la relación entre padres e hijos, y que agradezco otra vez a la tenacidad y buen criterio de Mariángeles, que me permitió sobrellevar casi sin sentir un par de días o tres de intensa canícula en Pedrosa. 

Gerardo Manrique