Yo fui uno de los que se colgó la cámara al cuello, y como impulsor de la idea, me tomé muy en serio aquella larga sesión fotográfica. Así que ya estaba a las 7:50 de la mañana inmortalizando la parada del coche de línea con destino a Burgos. Y de aquí para allá me pasé dodo el día, al acecho de cualquier imagen que pudiera contribuir a un resumen gráfico de la Pedrosa de aquellos tiempos.
A media mañana me encaminé por la carretera de Itero y me encontré con Antonio, que pastoreaba su rebaño en un rastrojo. Me gustaba charlar de cuando en vez con el bueno de Antonio, proclive siempre a conversar con buen ánimo y al que tanto le gustaba sacar a bailar a las chicas en las verbenas de la fiesta. Amparado en esa escueta familiaridad, le pedí respetuosamente permiso para hacerle alguna foto, explicándole cuál era nuestro propósito. Concedió sin dudarlo, y una de aquellas instantáneas es la que figura en esta entrada.
La verdad es que entonces yo no podía imaginar que, casi treinta años después, no hubiera ningún pastor conduciendo su rebaño por los campos y laderas de Pedrosa. Los últimos vestigios de aquella grandiosa tradición lanera que tanto acrecentó la economía de Castilla en sus años de gloria y permitió levantar buena parte del impresionante patrimonio artístico que aún hoy conservamos se fueron apagando poco a poco a final del s. XX, hasta no quedar nada. Corrales arrumbados y humildes chozas construidas con hiladas de piedra, diseminados por campos y laderas, guardan humilde testimonio de los tiempos en que la actividad ganadera ovina era crucial en la vida de nuestros pueblos.
Sirva esta fotografía como un pequeño homenaje a aquella inolvidable estampa de la niñez, la de aquellos hombres endurecidos por los fríos del invierno y el calor del verano, solitarios, enjutos, guiando con sus perros al rebaño de ovejas mientras el burro cargaba mansamente con el peso de las alforjas.