sábado, 17 de julio de 2021

El Caronte castellano

A medio camino entre el recuerdo y la niebla

Una de las cruces del paseo del Calvario,
con el Aro al fondo

Del cercano, y a la vez ya remoto, pasado de religiosidad en que vivieron nuestros pueblos desde que se asentaron hasta hace unas decenas de años, pocos restos históricos, fuera del edificio de la iglesia, la ermita y la ya muy dañada costumbre de la misa, quedan en Pedrosa del Príncipe. 

Uno de los más genuinos y de raíz más profunda es la institución conocida como Cofradía de la Vera Cruz. Nació, a lo que parece, y así sigue hasta el día de hoy, con el propósito fundamental de que nadie se sintiera solo el día de su entierro. Sin duda, no puede haber empeño más desquiciado y romántico, y eso la convierte, con otras cosas de las que voy a hablar, en un sindicato muy atractivo para gente de generaciones jóvenes y descreídas, dadas a frivolizar con lo tenebroso. 

La asistencia de un foráneo a un entierro en Pedrosa contenía un momento de sorpresa y tensión. En el desolador silencio que irrumpe tras la percusión de la primera palada de tierra sobre las tablas del ataúd, una voz alta y ronca comienza la relación alfabética de los cofrades, forzados por su regla a acompañar en su última derrota a uno de sus conmilitones. El efecto de esa súbita apelación, seguida de un tímido (u, otras veces, desafiante) “¡presente!”, que se repite aleatoriamente por cualquier rincón del camposanto, es abrumador. Los estatutos de la institución preveían, según se dice, una multa para los cofrades que no asistieran a su deber, aunque, con el paso del tiempo, son la mayoría tan ancianos y achacosos que se prefirió establecer una cuota regular, a modo de multa universal, y dispensar de mayor sanción a quien no suba al cementerio. Con esta mísera aportación, en desagravio a sus tareas funerales, la cofradía organiza un sucinto piscolabis el día de la Cruz, a principios de mayo, que amenizan un dulzainero y otro músico con un tamboril traídos de un pueblo vecino, con tan poca gracia y energía que ni la misma Dama de la guadaña ha de sentirse incomodada.

Otra tarea de la cofradía, que rige el merino mayor, es la de hacer sonar una esquila por las calles del pueblo mientras el cadáver no ha sido sepultado, a modo de tétrico aviso de la presencia de la Muerte entre los vivos. Un cofrade especializado en esta práctica (yo recuerdo al señor Prisciliano, en mi niñez) bate el badajo con solemne cadencia. 

Su atavío es conforme al cometido: una capa parduzca de fieltro decorada sólo con una larga cruz roja, y que se remata en su parte superior con una capucha del mismo tejido, calada bajo los ojos de quien la porta. Éste, no tiene otro remedio, avanza con la mirada humillada, con figura de ser abatido, heraldo de este mundo en el otro, o del otro en éste. 

Solitario, reparte su angustioso son por las calles del pueblo, encogiendo el corazón de los que, al calor de sus estufas, lo oyen pasar. 

De pequeño tuve el infortunio de cruzarme a solas alguna vez con este Caronte castellano, y me pareció sentir entonces el hálito helado de la parca. El señor Prisciliano, algo cargado de espaldas y con un andar torpe y reposado, parecía tener tan interiorizado su mandato que daba la impresión de que era la capa, llena del pestífero vapor del más allá, la que avanzaba suspensa por el aire. 

El espanto de estos encuentros y del tañer nocturno de la esquila para mí solo ha quedado, porque nunca sería capaz de describirlo como fue sentido. Porque, incluso cerrado en mi habitación, cuando el viento esparcía entre el caserío aquel severo mensaje, no podía dejar de sufrir un estremecimiento, la evidencia de estar rodeado por todos los lados de un enemigo reptil, paciente e implacable.  

Gerardo Manrique