Lo primero, claro, es aplicarse en la identificación de los personajes. Se reconocen, bajo las arquivoltas de la entrada de la ermita, a don Francisco, el párroco de entonces, y a don Antonio, el maestro. Me imagino que liderarían la iniciativa de aquella agrupación, sobre todo el segundo, y es curioso que la fotografía los congele distraídos en una conversación. Entre los adultos destaca, también, un señor encorbatado, con mucho aire al régimen político que entonces regía nuestros destinos (hablo del aspecto, nada me atrevería a decir de sus intenciones). Es fácil reconocer a la Cari, a la Upe, a Angelines… (los hipocorísticos nunca faltan al respeto, más bien son expresiones de cercanía y afecto). Pero bueno, eso lo dejamos para quien, con unas cuantas décadas en su haber, rastree con detenimiento a todos los presentes.
Después, no puede dejarse de pensar en cómo las piedras nos sobreviven. Yo frecuento mucho ese rincón de nuestro pueblo. Es, tal vez, el que más me incita al sosiego y la meditación. A la caída de la tarde, en días de buen calor, parece que todo se detiene y que el tiempo rompe allí su férrea disciplina, como si nos fuera dado volver a hablar con nuestros antepasados en un presente imposible, allí tan cerca, favorecidos por la espiritualidad del lugar.
Ahí siguen esas mismas piedras, las de entonces, indiferentes a todos los años que se han sucedido con su exacta cadencia, albergando con alguna condescendencia a todos esos seres humanos que frente a ellas posan, tan débiles, tan efímeros. Todos esos niños y niñas risueños unos, desatentos los otros, ya han pasado de largo la cincuentena, sus vidas han fluido y confluido, han dado curso a otras vidas, y estas a otras más. Pero el milagro de la fotografía las detuvo para siempre aquel día en que don Antonio y don Francisco charlaban sobre quién sabe qué, y el Citroën y la BH, rotas las filas tras echar la foto, volverían a rodar.
Gerardo Manrique