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Una pandilla de jóvenes de Pedrosa posa frente a la procesión del Corpus, no muy lejos de 1960. |
Pero pasan los años y, aunque se pierden muchas facultades, se va ganando un conocimiento profundo de la vida, esa lógica tan simple que nos enseña que casi todo tiene una razón de ser, y que lo esencial se reproduce una y otra vez, camuflado en la incesante contingencia que se muestra a nuestra vista.
Y todo esto para decir que este año, como en una especie de desagravio, me he concentrado como nunca en la procesión del Santísimo, el Corpus Christi, a quien se venera desde siempre en Pedrosa llevado en una primorosa custodia de plata dorada que simula las hechuras de una catedral gótica, con su aguja trenzada y su airosos contrafuertes.
La custodia se asegura en una estructura metálica que, creo haber oído, construyó mi abuelo Pedro, el herrero. Esta estructura se sienta sobre unas andas que portan con gesto solemne cuatro aguerridos del lugar. Cada tanto se detienen frente a los altares que han improvisado las vecinas en distintos lugares a su paso. A su alrededor se coloca toda la comitiva, con el alcalde y su vara al frente, que han salido de la iglesia al terminar la misa, y el cura exhibe el poder sobrenatural de la divinidad, entre el olor a incienso y el recogimiento de los mortales.
La marcha la encabezan los altos pendones, reminiscencia de las enseñas militares de siglos pasados, que hacen de la procesión también una suerte de desfile. Antes bailaba la gente del lugar de cara a la Sagrada Hostia, reculando hacia los altares. Hoy se trae a un grupo de danzas que lo hace con mucho más arte, pero, me parece, con algo menos de autenticidad. Como todo en estos tiempos, la profundidad del rito se trivializa un tanto con los trajes de comunión y la profusión de cámaras y dispositivos móviles al acecho de cualquier movimiento, mucho más preocupados por la forma que por el fondo (yo entre ellos).
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La procesión baja La Rambla en la función de 2019 |
Cuando la procesión bajaba por la Rambla, poco antes de doblar hacia la calle Nueva, donde le esperaba el primero de los altares, me vino a la memoria esa misma escena vista en una fotografía antigua, en blanco y negro. Una alegre chavalada posaba en primer plano, en una composición de aire futbolero, dejando ver al fondo la procesión que bajaba la calle. Parece apreciarse un lejano desafío, un cierto aire irreverente, aunque a distancia, en esa actitud un pelín chulesca y arrogante ante la solemnidad que descendía a sus espaldas. Ni más ni menos, mutatis mutandis, que la de sus hijos, cuando al pasar los años, fundaban el Comité anti misas.
A la izquierda del grupo contemplan la escena, entre curiosos y distantes, dos atildados señores, a los que tampoco se presume muy prendidos en la devoción eucarística. Esa triple perspectiva le da a la fotografía un intrigante toque velazqueño.
Pues, milagros del Whatsapp, fuimos identificando uno a uno a todos los componentes del grupo, así como a los dos espectadores que se ven a media distancia.
Con todo, lo que más me impresionó de la fotografía, cuya glosa podría extenderse páginas y páginas, fue el lugar y la situación. Porque este domingo pasado, unos sesenta años después, bajaron también los pendones, la custodia y toda la comitiva, aunque nadie de los fotografiados estuviera allí presente. Bajó la tradición, indiferente a la suerte de los que la sostienen.
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La procesión sigue bajando por la Rambla. |
Gerardo Manrique