sábado, 22 de agosto de 2020

Las cazuelas de cascajo

De aquellas cazuelas, por los inescrutables caprichos de la memoria, lo que mejor recuerdo son sus parches. Sin duda aquellos tiempos no eran como estos. Cuando en su primera vida, en los hogares, la cazuela se desgastaba en alguna parte por el uso hasta hacerse un pequeño agujero por el que pudiera perder su contenido, se le aplicaba un remache metálico. 

Nosotros recogíamos las cazuelas de los molederos, el romántico nombre que entonces se le aplicaba a los depósitos de basura. Era su segunda vida. Solían ser ejemplares de chapa con esmalte granate en el exterior y con dos asas. Naturalmente, no era fácil (ni necesario para el propósito que les dábamos) encontrar la tapadera, aunque nuestra aplicación en escrutar el moledero era más que tercermundista.

Atábamos una cuerda o dos de fardo a un asa y nos íbamos a los majuelos a cargarlas de cascajo. Muchas veces me he preguntado por la fascinación que despertaba en nosotros una tarea tan servil, tan monótona, tan incierta y sucia. Algo debía de haber en ello del atrayente oficio de caminero y de los restos que aún se alzaban de su misteriosa caseta junto a la carretera de Astudillo. 

El caso es que, cargada la vieja cazuela de cascajo, la arrastrábamos hasta un bache del camino, tal vez a más de un kilómetro de distancia. Sin ninguna amortiguación, al albur de cualquier piedra o irregularidad del terreno, no era mucha la carga que se salvaba para cubrir el bache, siempre, además, como íbamos de apresurados y ansiosos por llegar. Volcada la carga, y si no se nos cruzaba otra intención, volvíamos a por otro viaje, entre el estruendo de la cazuela vacía, que se volteaba, raspaba y abollaba, resucitada cruelmente para este desastrado fin.

Me gustaría saber cuánto cascajo bajamos de los majuelos, y cuánto se nos vertió por los caminos. Y qué pensarían los hombres, cuando se cruzaban con nosotros de vuelta de las faenas del campo, de aquel denodado empeño en vaciar el mar con las manos. Nadie reconoció, que yo sepa, nuestro espíritu cívico, aquella contribución al arreglo de los caminos que a nosotros nos parecía toda una hazaña moral.

Tampoco hay que ocultar que, de esta ejemplaridad ciudadana pasábamos, apenas sin sentir, al vandalismo más pedestre, cuando atábamos a nuestras bicis las cazuelas vacías, retorcidas sobre sí mismas, y recorríamos con escándalo las calles del pueblo persiguiéndonos alocadamente, entre los gritos y amenazas de los corrillos de mujeres que se sentaban a la sombra a coser. 

Las viejas cazuelas, aún hoy se oye el eco de su quejido retumbar en algún rincón del recuerdo.

Gerardo Manrique