Historias que oíste contar. Si uno no se fía totalmente de su propio recuerdo, ni mucho menos de la irreprimible tendencia a embellecer el relato que tan fácilmente nos soborna, hinchando aquí y allá alguna peripecia que lo redondea o le da su gracejo, podemos imaginar cuánto se puede alejar de la realidad aquello de lo que ni tan siquiera fuimos testigos.
Y, sin embargo, esa es la literatura. La épica homérica, el glorioso pórtico de nuestra tradición literaria occidental, es la acumulación de historias que se contaban unos a otros y que empezaron por ser modestas trifulcas entre caudillos de islas o pequeños territorios para llegar a convertirse en conflagraciones cósmicas entre dioses inmortales y héroes de fuerza colosal.
Vienen estas reflexiones, no sé con qué oportunidad, al hilo de un recuerdo de su primera adolescencia que nos trajo Isidro el otro día, después de dar cuenta de una paella en la bodega de Miguelo. Nos habíamos reunido para tratar los pormenores de la edición de las poesías de su primo Andrés Rastrilla, lo que se avista como el gran acontecimiento literario del milenio en PDP. Un recuerdo, el de Isidro, que, como se verá, bien podría formar parte de una colección de moralia al estilo antiguo.
La ermita de Pedrosa, escenario del relato, a la luz del atardecer (2017) |
No sabemos de dónde vendría él solo a cobijarse en el remanso que forman la ermita y el cementerio. Aportaré de mi peculio que sería al declinar de la tarde y con algún cierzo, cuando llegan susurrantes los rayos del sol, las piedras guardan aún el calor del mediodía y se oye el silbo del viento, del que no llega su filo. Bien podrían haber elegido este rincón Sócrates y Fedro para especular sobre el amor, de no haberse acomodado a la fresca ribera del Iliso.
En fin, sucedió que, sentado apaciblemente en el banco de piedra, con la espalda contra la pared de la ermita, descansaba el señor Valentín, el guarda del pueblo, de su intenso deambular diario. Se nos ha contado de él que era persona muy ocurrente y dada a las rimas, como lo sería con el paso de muchos años su nieto Andrés, sin menoscabo, por cierto, de la formalidad en el cumplimiento de su oficio. Iba de uniforme y armado de prismáticos y carabina, con el mandado de proteger la propiedad privada que se extendía por los campos de secano, por los verdeantes cultivos de regadío y por majuelos y frutales. Y la propiedad pública de las aves, de las liebres y conejos, así como también de los peces y cangrejos del río.
Se sentó Isidro al lado del guarda, tal vez un poco intimidado por la autoridad que hacen respetar arma y uniforme. Así que fue Valentín quien tomó primero la palabra. Es de suponer que le preguntaría a Isidro que por qué venía tan solo, que dónde quedaban sus amigos, que si había andado mucho y estaba cansado… Pero nosotros recogemos la conversación un poco más avanzada:
―Tú eres hijo de Isidro, ¿verdad?
―Sí, señor. ―Respondió Isidro risueño, con la cordial urbanidad que siempre le ha caracterizado. Valentín asintió cabeceando suavemente, como quien saca conclusiones.
―¿Y cuántos años tienes?
―Trece, señor.
Isidro le miraba respetuoso, con la reverencia que todavía se estilaba entonces para con la gente mayor.
―Ah, muy bien. ―Y Valentín recostó un instante su cabeza contra la pared y entrecerró sus párpados a los últimos rayos de sol, como si ya no fuera a decir nada más, o como si alguna idea le hubiera requerido concentrarse. Pero no tardó en volver a preguntar.
― Creo que estás estudiando en Tardajos, donde estuvo tu primo, el padre Manuel…
―Sí, señor. Ya llevo en el seminario casi dos años.
―Ah, muy bien… Se conoce que allí vais gente muy lista. ―Concedió el guarda con alguna socarronería. Luego pareció meditar, y dibujó un pequeño círculo en el suelo con el cañón de la carabina.
―Y allí os enseñarán muchas cosas, ¿verdad? ¿Qué estudiáis?
―Pues de todo, señor. Matemáticas, Geografía, Lengua… ―Comenzó a referir Isidro, haciendo memoria y sin querer dejarse ninguna asignatura, aún con algo de ese candoroso afán infantil por impresionar al adulto.
―Y también Historia y Ciencias, supongo. ―Añadió a la relación el viejo guarda.
―Sí, sí, claro ―Enfatizó Isidro. ―Y alguna más.
―Ya veo, ya... ―Le sonrió con astucia Valentín. Luego se mantuvo callado, con la mirada distraída en el horizonte, como quien tardaba en digerir aquella gran suma de saber. Al poco dio un leve golpe con la culata de la carabina en el costado de Isidro, algo así como una admonición cariñosa.
―Dime entonces: ¿Y cómo es que entre tantas cosas como habéis aprendido no os han enseñado a decir “Buenas tardes” cuando os encontráis con alguien?
Isidro, que contaba con abrumar al anciano con su recién adquirida erudición, aturdido por una estocada socrática tan fina e inopinada, al menos supo no responder a aquella pregunta retórica.
―Buenas tardes, señor. ―Le saludó al ponerse en pie y retomar su camino a casa.
―Buenas tardes, chaval. ―Le respondió el señor Valentín.
A mitad de camino volvió Isidro la cabeza para contemplar a lo lejos la figura del guarda, que seguía recostado en la pared de la ermita, como una esfinge antigua cargada de secretos. Es difícil saber si ya entonces supo apreciar el muchacho la profundidad de la enseñanza que había recibido. Al menos, pienso yo, lo intuyó, porque si no sería difícil que hubiera reaparecido el recuerdo de su encuentro con el señor Valentín en aquella agradable sobremesa, tanto tiempo después, mientras ultimábamos los detalles de la presentación de la antología poética de Andrés, uno de los nietos del guarda, en la bodega de Miguelo, otro de sus nietos.
Gerardo Manrique