A mí y a algunos amigos de mi pueblo nos tocó estudiar la segunda mitad de la primaria (más conocida entonces por su célebre acrónimo EGB) en un internado religioso, no muy lejos de la capital. Allí venían a dar niños de toda la provincia, y cuando nos invadía la nostalgia del hogar era lugar común porfiar entre nosotros cuál de nuestros pueblos era el mejor. Aunque cada uno defendía el suyo con la devoción irracional que se siente por lo propio, pocos argumentos ofrecían resistencia a nuestro as en la manga: “mi pueblo tiene dos ríos”. Esa exhibición de opulencia cerraba toda discusión.
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Las masas arbóreas del Odra y el Pisuerga, vistas desde el páramo, se unen en Juntalosrríos. |
Y es que en aquellos años el entorno de mi pequeño pueblo ofrecía un paisaje edénico: un tercio de su territorio se dedicaba a la siembra del secano, el trigo y la cebada, en grandes extensiones de vega y páramo (esa hermosa palabra que sobrevivió a Roma); otro tercio, entre los dos ríos, era terreno de regadío, donde se daban con generosidad la alfalfa y la remolacha, así como los muchos dones de la huerta; en los terrenos menos fértiles se aferraban tenaces las cepas de la vid al cascajo, verdeando una suave colina a la que daban sombra almendros, nogales, manzanos y otros frutales.
En verano, descubrir aquel campo pródigo y multiforme, gozar de sus frutos, era nuestra aventura cotidiana, aunque lo que más nos atraía era sin duda el pequeño río que bordeaba el pueblo y su agua clara. Todos los días acabábamos junto a la vadera, un ancho paso que permitía sortear la corriente, para sacar los ladrillos tendidos en su lecho. De ellos siempre salía algún cangrejo agitando compulsivamente la cola. Con las colas peladas de un puñado de aquellos nerviosos crustáceos hacía mi madre una tortilla a la que aún no ha logrado aventajar en mi paladar ninguna otra experiencia gastronómica. Si nos asaltaba la sed no había reparo en beber del río su agua fresca y dulce. A nadie le inquietaba que los niños retozaran en la pureza de su corriente.
El otro río, el Pisuerga, más caudaloso, que en su día separaba con autoridad los reinos de Castilla y León, nos intimidaba con las tristes historias de los ahogados en los remolinos ocultos bajo su agitado caudal. A su orilla recuerdo ir con mi madre, mi abuela y mis tías a lavar la ropa de cama en días de canícula, y pasar allí toda la jornada disfrutando de la frescura de sus aguas y de la arboleda de chopos y sauces que escoltaba su curso. Al paraje le daba nombre una fuente, la Corvilla, de cuyas aguas decía mi abuelo que nunca había bebido mejores.
Este verano ha sido el primero en que nuestro pequeño río Odra (pariente lejano será, por su nombre, del famoso Oder que atraviesa Polonia del sur a norte) dejó de correr algunos días por la vadera. Aunque es río sometido al rigor del estiaje, nunca había llegado al extremo de cesar en su curso. Pujando por desbordar el parapeto de hormigón deambula sobre sí misma un agua cenagosa y retenida, irisada por los vertidos de aceites y gasóleos, digna de soportar la barca de Caronte. Nadie permitiría a un niño entrar en ese río, y mucho menos llevar a casa algún cangrejo sacado de él, si es que algún animal puede aguantar tanta hediondez. En el otro río, tan castigado también en su cauce que apenas si se reconoce su antigua soberbia, la ropa se ensucia, ya no se lava. Y cuesta intuir la fuente, que apenas mana bajo una intrincada selva de maleza y matorral.
Cuando alguien exalta el lugar donde nació, ya no me atrevo a entrar en la puja, y mucho menos a esgrimir nuestro argumento decisivo. Y es que creo que mi pueblo ya no tiene dos ríos.
Gerardo Manrique