domingo, 19 de enero de 2020

¡Papa!

Pocas películas me han resultado más angustiosas que El ladrón de bicicletas. No ya por la impresionante recreación, casi documental, de las miserables condiciones de vida de las clases populares italianas en la Roma de posguerra, sino por el fatalismo insobornable que desprende cada uno de sus fotogramas. Hay algo en la película que persuade al espectador de que es imposible que las cosas puedan salir bien, que la tela de araña urdida alrededor de la familia Ricci (y, por extensión, de todos los de su condición) que la mantiene atrapada en la miseria y la desesperanza es absolutamente irrompible, y que los tímidos señuelos de luz que se aprecian en algún momento no son más que burlas del destino, desmentidas de inmediato de manera implacable por una realidad cada vez más dura.

Cuando Antonio, una persona íntegra, honrada, que lucha por alimentar a su familia, se decide a robar una bicicleta (como se la han robado a él) vital para el desempeño de su recién conseguido trabajo municipal de cartelista, quebrando de manera agónica su sólido código ético, solo le salva del atropello de su mala suerte la intervención desesperada de su hijo Bruno, su fiel acompañante, que lo rescata de ser conducido a comisaría por una turba ciega con una sola palabra, fortalecida con un vínculo irrompible: ¡Papá! Suena en su voz con más poder y significado que la mayor consigna reivindicativa.

Y luego Antonio, con la mirada perdida, se aferra a la mano de su hijo, que lo contempla con una mirada de comprensión y ternura, mientras ambos se confunden con la multitud por una avenida de Roma.