William Manning hace su entrada desde la oscuridad como una máscara ancestral, impasible al aguacero y al fragor de la tormenta, solo frente a un gran número de hombres atónitos. Blande con firmeza en su mano derecha un winchester. Ha bebido y sabe que así su ser vuelve a los tiempos del asesino de mujeres y niños, de todo lo que tuviera vida y se moviera. Inyectado de alcohol, devorado por la ira que le provoca la muerte y el escarnio de su amigo Ned, con una estampa más amedrentadora que la misma parca, pregunta: ¿quién es el dueño de esta pocilga? En un cajón de madera posado sobre la pared exterior de esa pocilga se exhibe el cadáver ultrajado de su amigo muerto.
Y a partir de ahí se desencadena, implacable, una meticulosa venganza, porque su determinación es irrompible. Clint Eastwood, el mismo que poco después rezará desolado a la caída del sol sobre la tumba de su esposa, que lo había sacado de aquella miasma moral. Sin perdón, el Quijote del western.
Iohannes Neoptolemus