No es la delicada finura del maestro escultor, ni tan siquiera el milagro de haber recibido este primoroso relieve intacto después de tantos siglos; lo que más me atrae de la fotografía es la permanencia de la piedra y el efímero pasar de las hojas de acacia. La primera, rigurosa, disciplinada, firme; las segundas, etéreas, evanescentes, que el viento mece en su fugaz existencia. Y sin embargo, han sido frágiles humanos los que han tallado la piedra, y la poderosa naturaleza la que ha editado un año más su recurrente retoño. Y si bien se mira, pareciera que son las hojas de acacia las que casi velan a los apóstoles, confinados en su esmerados doseles, e incluso al poderoso tetramorfos, que flanquea a un majestuoso Cristo, entronizado como Dios en su molde almendrado.
Así disputaban en alguna de nuestras numerosas excursiones de antaño piedra tallada y hoja de acacia, lo eterno y lo fútil, y de allí surgió una poderosa poesía en imágenes que viene a ser el resumen de todos los misterios que nos rodean.
Gerardo Manrique