sábado, 12 de enero de 2019

Una bodega de Pedrosa

Este es uno de los pocos ejemplares que quedan de las añejas bodegas de Pedrosa. Responde al humilde prototipo de puerta de trillo gastado, dintel de madera de chopo y embocadura de la piedra de Páramo. Reciclaje y materiales de la tierra, que apenas asoman lo justo para franquear el paso a la escalera y la nave que horadan el interior del altozano. 

Puro reciclaje, nula invasión del entorno, ningún afán de notoriedad. Se imagina uno todo el Cotorro Quitapenas salpicado de estas modestas construcciones, un lugar armónico, una transición perfecta del caserío del pueblo a los pedregales del páramo.


Y, sin embargo, a día de hoy es preciso esmerarse para encontrar aislada alguna bodega de esta tipología, porque desde los años setenta proliferaron, como maldición bíblica, los así llamados merenderos, extravagantes y caprichosos, que han dibujado un paisaje caótico, mientras que este vestigio antiguo se deja devorar por la hierba, como si prefiriera desparecer, volver a integrarse del todo en la tierra de la que surgió, retornar a su siglo. 

Entonces era una de las entradas del santuario al que el agotado labriego rendía culto todos los días, el corazón del que bombeaba la sangre para poder acometer las duras faenas de su áspera vida. 

Gerardo Manrique