
Ni la cámara era gran cosa, ni el fotógrafo muy avezado. Pero algo tiene esta fotografía, tal vez la geometría de sus líneas, la simplicidad de su dibujo, la austeridad, el silencio de su argumento... Algo que siempre me mantiene un buen rato mirándola.
Y también su valor testimonial, una imagen que congela el tiempo y posee la facultad de evocarlo (entre brumas, ya lo sé), y hasta revivirlo por algún pequeño instante. Calculo que fue tomada a finales de los ochenta, en una mañana fría y despejada de invierno, y hasta no sería demasiado aventurar que la noche de aquel día acabáramos bailando desaforadamente en la pista de Las Vegas-2, en Melgar.
Monté la Derbi Variant de mi hermano (aparece mutilada a la izquierda de la imagen) y me detuve antes de entrar en el Branquizal, un micropaisaje que siempre me ha resultado atractivo, con el paso desafiante del Odra arañando un recodo de la ribera, sus árboles, los zarzales y fuentes, como un pequeño desacato a la desolada e inmensa llanura.
La fila de chopos que flanqueaba la carretera de Astudillo a su llegada a Pedrosa muestra una refinada solemnidad. Eran árboles antiguos, tal vez plantados cuando los carros daban su nombre al camino. Allí estaban siempre erguidos, como soldados en uniforme de gala marcando la ruta con elegante severidad.
Es cierto que contra sus troncos hubo algún accidente de tráfico, y nadie puede negar que suponían un gran riesgo para la conducción. Pero eso no deja que los echemos de menos, porque se hizo muy extraño no sentir su majestuosa escolta hasta la entrada del pueblo.
Gerardo Manrique
Y también su valor testimonial, una imagen que congela el tiempo y posee la facultad de evocarlo (entre brumas, ya lo sé), y hasta revivirlo por algún pequeño instante. Calculo que fue tomada a finales de los ochenta, en una mañana fría y despejada de invierno, y hasta no sería demasiado aventurar que la noche de aquel día acabáramos bailando desaforadamente en la pista de Las Vegas-2, en Melgar.
Monté la Derbi Variant de mi hermano (aparece mutilada a la izquierda de la imagen) y me detuve antes de entrar en el Branquizal, un micropaisaje que siempre me ha resultado atractivo, con el paso desafiante del Odra arañando un recodo de la ribera, sus árboles, los zarzales y fuentes, como un pequeño desacato a la desolada e inmensa llanura.
La fila de chopos que flanqueaba la carretera de Astudillo a su llegada a Pedrosa muestra una refinada solemnidad. Eran árboles antiguos, tal vez plantados cuando los carros daban su nombre al camino. Allí estaban siempre erguidos, como soldados en uniforme de gala marcando la ruta con elegante severidad.
Es cierto que contra sus troncos hubo algún accidente de tráfico, y nadie puede negar que suponían un gran riesgo para la conducción. Pero eso no deja que los echemos de menos, porque se hizo muy extraño no sentir su majestuosa escolta hasta la entrada del pueblo.
Gerardo Manrique