Dos minúsculos jinetes, a lomos de sus modestas cabalgaduras, avanzan por un inmenso paisaje desolado, sin vegetación, con una nieve rala, esa que transmite una intensa sensación de frío y hace inhóspito el paisaje. Así termina la película, mientras se oyen las pausadas reflexiones de Adso de Melk, evocando ese momento desde su ancianidad, con una serena nostalgia hacia aquel amor carnal efímero que experimentó en la abadía y también hacia la figura de su admirado mentor.
Las palabras que dedica a Guillermo de Baskerville envuelven toda la película en el aroma de un cálido recuerdo, después de los inimaginables sucesos vividos en la abadía. Se acaba la película y se acaba la vida, y es momento de cerrar desde la lejanía aquel sorprendente episodio.
Pero ruego siempre a Dios que haya acogido su alma y le haya perdonado las pequeñas vanidades que su orgullo intelectual le llevó a cometer.
Libro y película son la mejor recreación posible de la Edad Media, con una trama apasionante que se comparece con el máximo rigor artístico, histórico y hasta filológico (basar el argumento en el desaparecido libro segundo de la Poética de Aristóteles es una idea simplemente genial).
Felisín me prestó el libro allá por mis diecinueve o veinte años, y al principio me mostré renuente, porque aún tenía aquel necio prejuicio ante los bestsellers. Pero nada más poner la vista sobre la primera página me sentí atrapado como pocas o ninguna otra vez por el placer de la lectura. Y lo leí casi de un tirón, a la orilla del Pisuerga, para disfrutar de aquel tesoro a mi sabor, en la mayor paz y recogimiento.
Sólo un pero: mientras Umberto Eco tuvo claro que en una novela detectivesca que se precie, el fino indagador ha de ser inglés y el retorcido malvado, español, en la película se echa de menos añadir al venerable Jorge su apelativo "de Burgos", aquel que había aprendido el Griego y el Árabe en la Castilla de su mocedad y ya había fatigado todos los tesoros de la biblioteca de Silos.
Iohannes Neoptolemus