Antes que otra cosa, Casablanca me parece una excelente obra literaria. Es el ejemplo máximo, por mucho que haya otros muchos memorables (Ser o no ser, de Lubitsch, por sólo mencionar uno) del ascendiente que tenía el guión literario en el gran cine clásico. Sin tantos efectos especiales, sin tanta capacidad de hipnosis visual como sufrimos ahora, era la palabra la que prevalecía. En Casablanca la calidad de los diálogos, su finísima ironía, su romántica elegancia, su elegante descreimiento, mantienen un nivel casi insuperable desde la primera a la última palabra.
Una sorprendente sucesión de frases para el recuerdo, muchas de ellas ensartadas para siempre en la memoria colectiva. La que yo vengo a rescatar no es ni la más celebrada ni tal vez la más ingeniosa o brillante, pero a mí siempre me resultó conmovedora. Si otras ganan en ternura, en romanticismo, en socarronería o refinamiento intelectual, esta tiene un toque entre ingenuo y fatalista que le confiere un intenso atractivo. Rick espera la llegada de Elsa (y llegará, bellísima, arrebatadora, como un ser de otro mundo). Confraterniza como puede con la botella y con Sam, que se resiste a dejarlo solo. Desesperado por la sensación de aventar un incendio que creía sofocado, con las defensas vencidas por el alcohol y el despecho, golpea con furia la mesa y, como un niño pequeño que no se resigna a la fatalidad de un juguete roto o de la tarta que se acaba, se lamenta:
"¡De todos los cafés y locales del mundo, aparece en el mío!".
Y nosotros no podemos dejar de imaginar a Elsa entrando en miles de locales a lo largo del ancho mundo, por Europa, Asia y América, esquivando este destino. Pero no, existe una fuerza fatal que la arrastra al Rick's, en Casablanca, en el remoto Marruecos francés.
Iohannes Neoptolemus