viernes, 13 de marzo de 2020

Merlín e familia, de Álvaro Cunqueiro


Tal e como agora eu vou, vello e anugallado, perdido cos anos o lentor da moza fantasía... Parto de una premisa desoladora: escriba lo que escriba es imposible hacer justicia a este libro, ni tan siquiera al profundo efecto que tuvo sobre mí.

Bastará decir, para encarecer este pequeño atado de relatos, que mi aventura gallega de quince años, llena de luces y sombras, podría de sobra justificarse con el descubrimiento de Cunqueiro en gallego (al que, seamos leales, sería injusto no sumar también el pulpo a feira). Dos placeres que te transportan a la médula de Galicia, a esas brumosas Terras de Miranda, donde recibe mester Merlín y la linde entre la realidad y la magia se desdibuja. 

Nos cuenta Felipe en esta suerte de memorias (el libro es libre y algo caótico, como su autor: tiene una segunda parte sin tener primera) que ya ha abandonado el servicio de su amo Merlín y su señora Ginebra. En su recuerdo queda un abigarrado compendio de personajes y lugares de toda época y lugar, reales e imaginarios, todos ellos traídos al alma gallega con un donaire inimitable. Esa variopinta selección (condes, clérigos, princesas, enanos, demonios, pajes, bandidos y un largo etcétera que sólo tiene límite en una desbordante fantasía) viene a las tierras de Miranda, colindantes, por lo que se dice, con las de Meira, a requerir, con la mayor cortesía, el sabio consejo del mago Merlín. 

Imposible describir el encanto (como la selva de Esmelle, millor que decila fora pintala) que destilan cada una de las pequeñas composiciones que se van sucediendo, encadenadas por la nostálgica memoria de Felipe, que las reduce con suave ironía a su cosmovisión gallega de la cultura y el universo. Ese contraste entre la incontenible erudición de Cunqueiro, su pericia para ensartar todas las tradiciones literarias e históricas (desde Roma a la Inglaterra artúrica, pasando por toda la Edad Media europea, cristiana y musulmana, pero sin dejar de referirse a la época moderna y contemporánea) y reducirlas a un imaginario de relaciones irreales (da igual el anacronismo, porque en su literatura no existen imposibles) que, sin embargo, fluyen con una especie de mágica verosimilitud en un lugar que no existe.

Y ello porque lo que sí existe es ese mundo rural gallego en que va encajando cada pieza, y en la fantasía desbordada de un jovenzuelo apicarado y bonachón para el que todo es factible. El mágico entrelazado entre la realidad y la ficción, resuelto sin la menor estridencia, es la clave del libro, pericia sólo al alcance de algún visionario o profeta.

Cuando leí por primera vez este libro, a pesar de las dificultades de su gallego cunqueiriano, que es casi un dialecto en sí mismo, me apresté a devorar con avidez todos los demás del autor, incluida la versión que compuso en español. Pero, por lo que sea, para mí (seguro que influyó mi primer deslumbramiento, en el lugar de los hechos y con una voluntad proclive a creerlo todo, hasta el punto de coger el coche e ir a buscar por ahí aquelas terras de Miranda) nada alcanzó el mismo nivel, y la versión en castellano no puede recoger la nebulosa magia que le aporta el gallego. 

Es una lectura que para mí tuvo la misma sensación de epifanía que alguno de los cuentos de Borges, de Poe o la primera lectura de El Siglo de las Luces. Impactos casi físicos sobre mi pobre magín. 

Por cierto, mucho fatigué las tierras de Meira y Mondoñedo queriendo recoger la esencia de este libro singular. Andaba eu por aquel verán facéndome o malencólico... Más de una vez me he acomodado al lado de Cunqueiro en ese banco en que le han sentado contemplando la fachada de su vieja catedral. Y por veces sí que me sentí dentro de algunos de los sucedidos que con tanta saudade dejo escritos en su vejez el bueno de Felipe. En fin, como termina el libro ¡Memorias, memorias, memorias!  


Abril de 2020