Ardelia Mapp corre a informar a su íntima amiga de la macabra fuga de Hannibal Lecter, y lo hace de manera que le suene a una angustiosa advertencia:
―Han encontrado la ambulancia en un aparcamiento del aeropuerto de Memphis. Los enfermeros estaban muertos y ha matado a un turista. Le ha quitado la ropa y el dinero, ahora puede estar en cualquier parte.
Clarice (la fría sensualidad de Jodie Foster), a quien la repentina visita de su amiga le ha pillado en la ducha, va y viene en albornoz con la cabeza mojada, dándole vueltas a todo lo que le dijo el doctor, y entiende la advertencia, pero eso es lo que menos le asusta:
―No vendrá a por mí.
―¿Seguro? ―Insiste Ardelia preocupada.
―Seguro ―le responde Clarice. ―No sé cómo explicarlo. Le parecería una grosería.
Y es que todos sabemos que es cierto que para Hannibal Lecter, que no tiene reparo en abrir el cráneo de un semejante para devorar sus sesos, causarle la mínima incomodidad física a Clarice sería una imperdonable falta de caballerosidad.
Esa mezcla imposible entre el más exquisito refinamiento intelectual y el canibalismo más abominable (los dos extremos de nuestra especie unidos) es lo que tanto nos cautivó del inefable protagonista de El silencio de los corderos.