jueves, 14 de abril de 2022

Karl Marx, una biografía, de Sven-Eric Liedman


En esta época de mi vida de lecturas tan heterogéneas, no podía dejar de interesarme alguna vez por la vida de un personaje que ha tenido una influencia tan decisiva en el periodo histórico que me ha tocado en suerte vivir. Se trata de una obra muy voluminosa, de más de seiscientas páginas apretadas, con un inabarcable aparato bibliográfico a sus pies. 

Por otra parte, no es una biografía al uso, aunque así se titule, sino algo más; una biografía también de su obra y de sus ideas, que son minuciosamente rastreadas, con sus circunstancias, sus antecedentes y consecuentes, a veces de manera harto meticulosa. Es decir, que la biografía se torna en no pocas ocasiones en historia de la filosofía, con lo duro que eso a veces se hace para una lectura poco avisada. 

En todo caso, el libro, concienzudo, nos presenta al personaje en su apabullante (y, a veces contradictoria) inmensidad. Entre otras cosas, un lector voraz con el ansia inextinguible de un conocimiento que iba incorporando a sus teorías sociales, en un romántico y casi imposible afán totalizador. Lee de todo y en varios idiomas, desde la literatura más exigente a los tratados de mayor rigor científico, en temas como la química orgánica, por ejemplo, con un sorprendente grado de profundidad. Y todo parece contribuir a su visión del mundo, de manera que su obra se presenta casi siempre inacabada, en constante estado de revisión y mejora. Contra la visión dogmática con que lo quiso acartonar la posteridad, sobre todo la posteridad soviética, Marx era cualquier cosa menos dogmático y complaciente con sus propias teorías. Su búsqueda del saber fue incesante hasta los últimos días de su vida, en que no dejó de leer y escribir. Y así murió, a los sesenta y cuatro años, sentado en su escritorio. 

Esa es la razón, entre otras, por la que su gran obra, El Capital, sólo viera en su vida la publicación de uno de sus tres tomos, y que una enorme cantidad de su trabajo quedara sin publicar en vida del autor. Su producción, si se junta todo lo que escribió (miles de artículos periodísticos, innumerable número de cartas, pequeños tratados, manifiestos y colaboraciones…) es inmensa, y también un tanto caótica, porque seguía el ritmo impetuoso y un poco imprevisible de su temperamento. Además, su estrecha colaboración con Engels (nuestro patrón en la inolvidable clásica ciclista de aquellas fiestas de antaño) hace que una parte relevante de su obra haya sido compuesta en coautoría, por mucho que no haya duda de su liderazgo, lo que contribuye a desdibujar una explicación clara y unívoca de su pensamiento. 

Su vida, más allá de su obra, también resulta fascinante. La vida de un apátrida que se ve obligado a cambiar de país cada poco al albur de la persecución política que se iba desencadenando por doquier contra él y sus propuestas ideológicas. No fue un activista de trinchera, aunque su papel en la liga comunista, primero, y en la primera internacional, después, es muy relevante. Para la primera compuso, con la ayuda de Engels, el Manifiesto comunista, uno de los pronunciamientos ideológicos más importantes de la historia. En la arena política, como era de esperar, su ánimo beligerante chocó con frecuencia con muchas personas, y no se puede decir que conociera un gran éxito, como tampoco lo conoció su obra hasta después de su muerte, cuando se fue convirtiendo poco a poco, y debidamente manipulada, en una fuerza de choque portentosa. 

Es sorprendente que rodeado por esa agitación de ánimo, en una época tan convulsa y con una vida tan tumultuosa, encontrara la estabilidad en el hogar y en la amistad. En el hogar vivió una vida de felicidad conyugal (si se excluye el posible affaire con la eterna criada de la familia y el consecuente nacimiento de un hijo no reconocido) con su mujer, Jenny von Westphalen, con la que tuvo nueve hijos, cuatro de los cuales no se lograron. Sus hijas (Eleonor, Laura, Jenny) también le dieron muchas satisfacciones e, incluso, siguieron sus pasos. En el terreno de la amistad, tuvo la suerte del apoyo y la colaboración constantes e incondicionales de Engels, que le permitió, en su dura época de carestía en Londres, poder salir adelante con su obra y con su vida. Una amistad profunda, leal, incondicional.

Fue un crítico brillantísimo de las contradicciones internas del capitalismo, aunque no supo ofrecer más que vaguedades como alternativa (esa sociedad sin clases ni gobierno en el que todos seríamos felices…). Tampoco aclaró si la manera de superar al capitalismo habría de ser necesariamente violenta o se podría usar la vía del parlamentarismo democrático. Pero no hay duda de que alguno de sus pensamientos, como la lucha de clases, el concepto de plusvalía, de alienación, del valor de cambio y el valor de uso, y un largo y bien conocido etcétera, pueden tenerse entre las concepciones más influyentes, poderosas y operativas del s. XX.

Es curioso que su mensaje, como el de otros personajes históricos de carisma y fuerza arrebatadores, como Jesucristo, fuera manipulado y dogmatizado, y su efigie se paseara como símbolo y justificación de ideologías y prácticas que ellos hubieran repudiado. 

Y para acabar, una muestra de su gigantesca capacidad de conocimiento y ansia de saber es el haber sabido leer en griego antiguo (su tesis versa sobre el materialismo en Demócrito y Epicuro), y aprender español y ruso (el alemán, el francés y el inglés tuvo ocasión de practicarlos en su peregrinaje apátrida por Europa) para leer los grandes clásicos literarios en su propio idioma. Ese afán desbocado e incontenible de conocimiento es, tal vez, lo que más me ha impresionado de su biografía. 


Septiembre de 2022