miércoles, 20 de abril de 2022

Doña Chelo, nuestra maestra


Al ver esta fotografía de primera comunión frente al altar mayor de la iglesia de Pedrosa, tomada en algún año cerca de los setenta del pasado siglo (una más de las debidas al rico acervo documental de D. Antonio), me ha venido a la memoria la primera clase con mi maestra, que aparece a la derecha de la imagen.  

Recuerdo, como si hubiera acontecido hace sólo media hora, el día en que mi promoción (ya se notaba el hundimiento demográfico, porque sumábamos tan solo tres unidades) ascendió de párvulos a la EGB. Lo de ascender no es del todo lenguaje figurado, implicaba subir del piso bajo a la primera planta de nuestras espléndidas escuelas. Aquellos escalones encerraban una enorme carga simbólica: dejábamos de ser niños de babero y mandilón. Por eso, supongo, la memoria seleccionó entre otros muchos ese preciso momento, en que, peldaño a peldaño y con cierta congoja, nos encaminábamos al mundo de los mayores, que estaba justo al otro lado de la puerta, una vez remontada la escalera.  

Abandonábamos el tierno amparo de doña Bea y las primeras letras y números que aprendimos casi jugando, para acometer saberes más profundos y rutinas más exigentes. Allí nos esperaba doña Chelo, nuestra maestra. 

Para un niño de seis años su maestra es un oráculo infalible al que nada ni nadie puede contradecir. Doña Chelo, además, era por aquellos tiempos muy joven y muy guapa (hasta nosotros, a nuestra edad, habíamos caído en la cuenta de ello), lo que aumentaba aún más su ascendiente sobre unos niños recién salidos del parvulario. 

También advertimos muy pronto que se nos había acabado la "buena vida" de la planta baja. Doña Chelo era muy concienzuda, y nos hacía trabajar en la escuela y en casa, para donde siempre quedaba una buena porción de "la tarea". Y no había modo de eludir esas obligaciones ni hacerlas de cualquier manera, porque su corrección era exigente y puntillosa. 

Aún atesoro por casa algunos de los cuadernos de Rubio, de los libros de texto de la editorial Miñón (serie Álvarez), meticulosamente forrados, o los cuadernos de actividades lineados o cuadriculados, particularmente uno en el que tengo dibujado el puente romano de Alcántara. Y, sobre mis ejercicios, el trazo claro, en color rojo, de sus meticulosas correcciones.

Aprendimos mucho con ella, y notamos, más allá de su exigente profesionalidad, un cariño profundo por su profesión y por nosotros mismos. Cosa que aquí, tan a deshoras y de manera tan poco ordenada, aprovecho la ocasión para agradecer.

Gerardo Manrique