Ahora no me cabe ninguna duda; si en algún sitio fuimos felices, fue en “donde la Flugen”. Es radicalmente imposible compendiar y, mucho menos, hacer justicia en unas líneas lo que supuso en nuestra infancia, adolescencia y primeros años de juventud aquel antiguo “café” derivado en un establecimiento para el que no hay un término preciso en nuestro diccionario. Lo primero de todo es que sus mesas de mármol y hierro forjado, así como su banco corrido, seguían siendo los de un antiguo café, pero es imposible incluir en esa categoría a la máquina de petaco, el futbolín, la estridente sinfonola, así como la venta de chuches, pipas, frutos secos o banderillas. Yo no conocí el establecimiento en los tiempos en que, honrando su antiguo título, se dispensaba café, aunque no faltaban cervezas y licores, lo que ensanchaba su potencial clientela a todos los tramos de edad.
Ya he anticipado que no me veo capaz de ordenar y resumir todos los recuerdos que guardo de aquel lugar. Por su cantidad, sería cosa más de una novela que de un breve artículo, aunque no sería nada fácil darle un argumento, dada la mareante heterogeneidad de sus episodios, o, todavía mejor, de una película al estilo de las de Fellini o Tornatore. Así que, a título de homenaje (que de eso se trata), dejaremos sólo algunos pequeños retazos de todo lo que vivimos por allí y, sobre todo, un cariñoso recuerdo para la irrepetible figura de su regente.
Por deformación profesional, comenzaré por la etimología, para deshacer malentendidos. La Flugen era el hipocorístico popular y deformado de Fulgencia Vicario, natural de Valbuena de Pisuerga, que vino a vivir a Pedrosa tras su matrimonio con Félix Fernández, albañil de profesión. Es curioso cómo el habla cotidiana reduce a su gusto las grandes palabras clásicas. Fulgencia proviene de un término latino que significa “la que brilla, la que resplandece”. Pero ya sabemos cómo el pueblo saca las tijeras de podar y convierte a un Telesforo en Forín, a un Emerenciano en Meren, o a un Eutiquiano en Uti, o lo que es peor, le quita el divino don de la inmortalidad a una Atanasia, rebajada a la Tanasia. Cuando decimos “Flugen”, no estamos faltando al respeto a la gloriosa tradición clásica (y mucho menos aún a la portadora del nombre), sino que sumamos a esa tradición la no menos venerable vena popular, cargada siempre de afectividad, sentido práctico y alguna ironía.
El café era en su tiempo, por así decirlo, el primer piso del baile, y supongo que uno y otro eran negocios complementarios. El abuelo de Félix, el marido de Fulgencia, fue también mi bisabuelo, así que los dos establecimientos tuvieron en su origen una afinidad familiar. Yo, del baile, conservo algún recuerdo muy remoto (el tocadiscos, el ambigú, un larguísimo banco de obra y unas cuantas parejas bailando), y del café, en sus tiempos de gloria, ninguno. Siempre conocí aquel local como refugio de niños y adolescentes y templo iniciático en el tránsito hacia la vida adulta, esa apasionante mezcla de cuches y cerveza, de cromos y banderillas, de tabaco, futbolín y televisión. Por otra parte, local y vivienda se habían fusionado de tal forma que costaba distinguir uno de la otra, y el acceso se hacía ascendiendo dos angostos tramos de escalera que tenían el mismo efecto ceremonial de aproximación a lo sagrado que los antiguos santuarios egipcios.
Un local de esas características acaparaba una clientela nada fácil de gestionar, porque implicaba necesariamente un mayor nivel de permisividad que el que soportaba la competencia (en algún momento, los bares Alaska, Toledano y el Teleclub). A la paciencia había que añadir un cierto “remango” y también una visión práctica del negocio y una clara percepción de su público-diana, como diría hoy algún pedante. No se me ocurre mejor manera de resumirlo que con sus propias palabas, cuando alguna vez echaba la vista atrás y exclamaba con fatiga y algún hartazgo: ¡A cuántos potros no habré domado yo!
Hubo unos años, en mi época de estudiante universitario, en que no dejaba de venir al pueblo todos los fines de semana. Tenía como costumbre ineludible, después de cenar, ir donde la Flugen. Por lo general, había que llamar su atención invocando su nombre en el portal de entrada (¡Flugennnnnnn!), porque todavía no había llegado nadie y ella estaba en alguna de sus dependencias domésticas. Y así nos pasábamos un buen rato charlando de todo un poco, a los dos lados de la barra, hasta que iba afluyendo su selecta clientela. Ella conmigo siempre fue muy afectuosa y cordial y me recordaba con frecuencia nuestro vínculo familiar. Era una sensación extraña, contrastar la sabiduría libresca que había recibido yo en la facultad, en las clases de la mañana, con esa otra sabiduría antigua, intuitiva, forjada a lo largo de muchos años en la barra de un café.
De los miles de recuerdos que podría hacer desfilar (anécdotas de todo tipo y condición), me quedo con una imagen. Una cálida noche de verano, en la que estamos al pie de la ventana de su estufa, junto a la carretera, unos sentados en el alféizar, otros en el suelo; llevamos horas comiendo pipas sin parar, y los desechos se van acumulando en una alta montonera, justo encima de la tapa de la alcantarilla. Hablamos de cualquier cosa, sin límite de tiempo ni apremio por volver a casa. Y así podían pasar las horas, siendo felices sin saberlo.
Cuando, ya cargada de años, la Flugen cerró su antiguo café, tuve una profunda sensación de desamparo, como si nos hubiesen privado de nuestro puerto de abrigo, o como si con él se alejaran también para siempre los años en que tanto lo habíamos frecuentado. En una de las fiestas de verano, poco después de su cierre, le hicimos un homenaje a deshoras, que incluyó la lectura de un emotivo discurso a los pies de su balcón. Para ello paramos la música de la tecnoverbena e instamos a todo el mundo a participar en él. Un par de jóvenes forasteros se nos acercó, intrigados por la naturaleza de aquel acto y, sobre todo, por su destinatario. No hubo manera de hacernos entender.
Con el tiempo, tanto Félix como Fulgencia se fueron dejando ver cada vez menos por Pedrosa, acosados por las enfermedades y la edad, los estragos del paso del tiempo. Sus hijas se los llevaron a Barcelona, donde podían estar mejor atendidos. Me costaba imaginarla en aquella gran ciudad, tan lejos de lo que había sido su hábitat natural.
La verdad es que cuánto daría ahora por pasar un buen rato "donde la Flugen".