Mis lecturas más apasionadas son las de los veranos de la adolescencia, que me transportaban completamente al escenario propuesto en el libro, mientras mi cuerpo se quedaba tendido plácidamente a la sombra de la puerta del corral. Da igual que se me escaparan algunos términos o dejara de entender muchas referencias históricas o literarias, la pasión del lector abducido por la ficción literaria avanzaba como un rompehielos hacia el desenlace de la trama.
Pasando el tiempo, una vez acreditado que el mundo es infinito e ininteligible y que vale más disfrutar que analizar, he vuelto a lo que se da en llamar "literatura de evasión", una lectura más acrítica, menos exigente y más placentera. El género negro o policiaco es el más propenso para ese tipo de lectura; si la novela está bien traída, su argumento suele resultar adictivo y las páginas vuelan con facilidad, arrastradas por la curiosidad de desentrañar el misterio.
Tengo un buen amigo en Oviedo, muy aficionado a este tipo de literatura, que me puso en la pista de dos de los grandes nombres de la novela negra contemporánea, de quienes él ha leído devotamente toda su obra, el italiano Andrea Camilleri y el sueco Henning Mankel, casi más conocidos por sus alter ego literarios, el comisario Salvo Montalvano y el policía de la fría Escania Kurt Wallander, que, además, han tenido un notable éxito televisivo.
En Mankell me he iniciado con La quinta mujer, la sexta de sus doce novelas protagonizadas por el policía Kurt Wallander. Desde el principio me atrajo el planteamiento de este personaje, en el que pesa, tanto o más que sus investigaciones policiales, su complejo mundo interior: sus miedos, inseguridades, problemas familiares y afectivos, su ideología, que pone en duda la perfección del modelo social escandinavo. En suma, la investigación, densa y con muchas líneas de fuga, que siempre avanza lenta, con un papel decisivo de la intuición, el trabajo extenuante y la temeridad, se combina y enriquece con la peripecia personal del detective.
A pesar de su estimable longitud, que anda por las quinientas páginas de media en las ediciones que Tusquets ha ofrecido en lengua española, sus novelas se leen con facilidad. Así que luego añadí otras dos entregas a mi primera lectura: Los perros de Riga y El hombre inquieto. La primera es, cronológicamente, la segunda de la serie, y la segunda, la última, en el que el autor sume a nuestro admirado Wallander en el abismo del Alzheimer y nos despide de él. Estos días tengo entre mis manos La falsa pista, inmediatamente anterior a La quinta mujer en su fecha de publicación. Hubiera sido toda una aventura lectora ir leyendo las doce novelas según fueron apareciendo, por lo que diré más adelante, pero yo he descubierto a Mankell unos cuantos años después de su fallecimiento.
La lectura de estas cuatro novelas me ha deparado una interesante sorpresa, que debería haber intuido desde la primera. La parte más personal de Kurt Wallander es una proyección directa de la personalidad de su autor, Henning Mankel. Nada nuevo en el mundo de la literatura, donde, en realidad, un escritor no tiene más remedio que hablar de sí mismo, con independencia de cómo lo haga. Lo que resulta fascinante es la secuencia cronológica de esa especie de diario íntimo de casi toda una vida.
Las preocupaciones y problemas del Wallander de las primeras novelas son las propias de una persona de cuarenta años. Allí conocemos las dificultades con su mujer, Mona, de la que acabará por separarse, la difícil relación con su padre, de carácter huraño y receloso, pero con quien se siente obligado a mantener un estrecho vínculo filial, las crisis de su hija adolescente, Linda, sin un rumbo fijo y al borde del abismo, la aparición de Baiba Leipa, la mujer letona que se proyecta como el amor ideal pero imposible, sus compañeros de trabajo policial, cada uno con su carácter bien definido y que constituyen una especie de coro permanente de su tragedia... Pero, según avanza el tiempo, todo este conglomerado personal, afectivo y familiar avanza lentamente, e iremos viendo cómo Linda se estabiliza, trabaja como policía, se casa y tiene una hija, Klara, la última y tenaz esperanza de Wallander. Cómo muere su padre, dejándole, a pesar de los pesares, un enorme vacío existencial, cómo muere también su adorada Baiba, arrasada por un cáncer de pulmón (triste premonición del final del escritor), su último latido amoroso... Cómo sus compañeros van envejeciendo también y se jubilan o trasladan, dejando paso libre a una nueva generación que le resulta ya muy lejana. Cómo, al final, unos apagones de memoria recurrentes y cada vez más intensos le advierten de que se va aproximando un final que le aterra.
En suma, según avanzan las novelas, tan atrayentes en su trama particular, también lo hace la vida de Wallander y todo el conglomerado familiar y social que lo acompaña, adaptado a la edad de su autor y a su mundo de obsesiones. Cada vez vemos más claro que esos doce libros casi lo son en el sentido clásico del término, doce capítulos de una magna obra que componen una autobiografía, intensa y penetrante, de Henning Mankel.
El lector, sobre todo si ya ha transitado por casi todas las etapas vitales que nos confía Mankell en sus novelas, se siente muy concernido por las vivencias y preocupaciones de nuestro policía, por el avance de su vida llena de tropiezos y zozobras hacia su implacable desenlace.
Así que, al final, esa pretendida lectura de evasión se ha ido convirtiendo, al mismo tiempo, en una profunda (y amena) reflexión sobre el paso del tiempo y el sentido de la vida, es decir, los temas eternos de la gran literatura.
Gerardo Manrique