Se me ocurre esta reflexión tras leer el libro publicado por nuestro paisano Lázaro González, Mis memorias ¿Por qué compré el yate Azor del Generalísimo Franco? Y no es una postura elitista o condescendiente, sino todo lo contrario. Estas nuevas opciones de edición dan la oportunidad a todo el mundo que sienta la necesidad de expresarse y dejar constancia de algo de poder hacerlo a su manera. Vaya por delante, para disipar cualquier duda al respecto, que la lectura de este libro, al que he dado trámite en un par de tardes, me ha resultado apasionante, y por varias razones.
La primera, naturalmente, es la cercanía de muchas de las cosas que cuenta en sus primeras páginas, la evocación de su infancia y adolescencia en Pedrosa del Príncipe, de aquel mundo agrícola previo a la mecanización y, en general, la vida en nuestro pueblo en los años cuarenta y cincuenta, una etapa de trabajo duro y sacrificado, pero también de casas y escuelas a rebosar, juegos, baile, bodegas y alegría. Asimismo, resulta emotiva y un punto nostálgica la mención a muchas personas que ya no están, pero que conocimos en su vejez o de las que hemos oído hablar.
Otra razón, ya más de estilo, es la radical autenticidad que logra transmitir su relato. Como si fuera la transcripción de una larga sesión de recuerdos y confidencias a corazón abierto y sin ningún artificio literario. Las cosas se van contando como salen, prevaleciendo siempre el contenido sobre la forma, que a veces es muy descuidada; hay errores, por poner un ejemplo, en la nomenclatura de algunos topónimos que podrían haberse evitado con una revisión muy superficial. Con todo, la introducción de epígrafes facilita bastante la lectura, que sin ellos podría haber resultado muy espesa.
Es cierto que ya desde el principio el autor nos advierte de que no tiene "mucha idea de escribir", aunque nosotros intuimos que, en realidad, confía en que el interés de lo que nos va a contar, una vida tan intensa y diversa, se basta y sobra por sí mismo para atraer la atención de lector. Y en eso acierta de pleno.
Para las personas de mi generación, nacidos en el segundo lustro de los años sesenta, Lazarín (porque así se le llama en el pueblo), a quien apenas si conocíamos de vista, era un personaje legendario, una suerte de buscavidas un tanto estrafalario (sus tentativas taurinas, su condición de "almendrero" y, sobre todo, el episodio del Azor, que se recibía a trazo grueso, no tan bien explicado como se hace en el libro, parecían conectarlo con aquella España casposa de la que nuestra generación tanto abominaba).
Por eso es interesante escribir un libro de memorias, para deshacer prejuicios o conclusiones cómodas o apresuradas. De lo narrado en el libro, escrito en un momento de la vida en que la sinceridad se abre camino sobre cualquier otro afán, se construye una personalidad sumamente inquieta, valiente, "echada palante", una ansiedad por apurar hasta la última gota del jugo de la vida, asumiendo todos los riesgos (ser corneado, dormir en pajares o en la perrera de un tren, vivir al día sin una peseta en el bolsillo...), pero con una extraordinaria confianza en sí mismo y en sus posibilidades y un desprecio olímpico por el "qué dirán". Una de esas raras personas que yo doy en llamar "un espíritu libre" y a las que, en el fondo, tan tiernamente envidio.
Para quien esto escribe, condenado a pasar toda su vida laboral en un mismo empleo de funcionario público, resulta mareante la infinita cantidad de ocupaciones, negocios, iniciativas, aventuras y vicisitudes que aparecen en el libro. Es imposible no admirar el coraje de quien elige vivir su vida en el filo, siempre a un paso de la caída, pero con la confianza de que su ingenio, iniciativa y fuerza interior lo levantarán una y otra vez.
Resulta interesante ver narrado con tanta proximidad (en un verdadero alarde de memoria en los detalles) un mundo que nos resulta a la mayoría tan ajeno, y cómo esa "Universidad de la vida", en la que Lázaro merece un doctorado "honoris causa", va dotando a sus alumnos aventajados de un fino instinto de supervivencia, superación y optimismo, en el que cobra un papel muy importante la amistad y, en general, una admirable capacidad de socialización.
Se ve, por último, que en este "primer y último libro que escribe", como nos confiesa al final, no quiere dejar nada en el tintero, y aborda también con sinceridad y entereza el siempre delicado ámbito familiar y personal, la compleja relación con su padre, las alegrías y angustias que le han deparado sus hijos, el afrontamiento de la vejez...
En suma, un libro que no creo que deje indiferente a ningún nativo de Pedrosa del Príncipe, ni a otras muchas personas que hayan conocido u oído hablar de Lázaro González, ni a cualquier lector que se deje llevar por la variedad de su relato; un libro muy ameno y muy humano, cuajado de un interminable catálogo de anécdotas y vivencias y que desprende una saludable sensación de veracidad. Si el título no se le hubiera ocurrido antes a Pablo Neruda para sus memorias, bien se le podría aplicar a este libro: Confieso que he vivido.
Gerardo Manrique