domingo, 2 de enero de 2022

El camino al sitio

José Guerra era otro de aquellos espíritus libres. Algún día decidió hacer lo que le apeteciera y lo mismo se embarcaba en un afanoso aprendizaje para tocar el saxofón que compraba una cámara de vídeo y salía con ella en ristre a grabarlo todo. 

Es una pena que, en realidad, lo que a él le gustara fuese el acto de grabar en sí mismo (y la licencia que se les presume a los cámaras de colocarse donde les dé la gana), por encima de revisar y atesorar lo grabado, porque, si así hubiera sido, tendríamos un inagotable registro documental, por caótico que fuera, de la vida en la Pedrosa de los años ochenta. 

Un buen día, tal vez más en broma que en serio y, desde luego, sin ninguna prudencia, le sugerí la posibilidad de aprovechar su cámara para hacer una película. Yo me encargaría del guion y seguro que no nos faltarían intérpretes entre la pandilla para sacarlo adelante. A José le entusiasmó la idea, me tomó férreamente la palabra, y desde aquel día venía a preguntarme todos los fines de semana cómo prosperaba el guion y cuándo empezábamos a rodar. 

Afortunadamente, en este caso, nada guardo de aquel borrador, aunque me acuerdo bien del título de la película, que pretendía ser tributaria de la gran tradición surrealista española: “El camino al sitio”. No se me olvida, también, que teníamos avanzadas dos escenas. En una de ellas, se celebraba una boda en la iglesia de Tabanera, cuando aún se sostenía a duras penas su nave mayor. Justo al pronunciarse las palabras cruciales de la ceremonia (…hasta que la muerte nos separe), irrumpía un motorista que avanzaba a toda velocidad hasta el altar y arrebataba súbitamente a la novia, huyendo al instante estruendosamente de allí. Teníamos ya decidido quién haría de novia, quién de intrépido motorista y, cómo no, quién de cura, que sería el mismo José, para lo que ya había conseguido el atavío oportuno.

Otra escena iba a tener lugar en el apeadero ferroviario de Villaquirán de los Infantes. Allí una recepción multitudinaria y sonora (por supuesto, habría acompañamiento de saxofón) acogería la llegada en tren del investigador privado que venía de Madrid para resolver el caso del rapto de la novia. La idea es que el actor que hacía de tal (diré, con modestia, que ese era mi papel) se subiera en el apeadero inmediatamente anterior, Villodrigo, cogiera el regional que venía de Valladolid, y se bajara en Villaquirán. 

De más está decir que El camino al sitio no superó más que alguna pequeña prueba de rodaje, aunque la insistencia de José logró que el guion casi se escribiera por completo. Pero a la hora de convencer a los figurantes para participar en un proyecto tan descerebrado todo fueron excusas y evasivas y, un buen día, hasta desapareció la única copia del guion que habíamos escrito (tal vez, como diría Borges, dada al fuego para que la corrigiera). 

En otra ocasión, ya en el terreno del documental, cargamos el R9 con una mesa rígida de madera cuyas patas sobresalían por las ventanillas, nos aprovisionamos bien de comida y bebida (no se me olvida un lomo gigantesco que parecía embutido para alimentar a un regimiento) y nos encaminamos los cuatro, José, Chisum, Andrés y yo, a los pies de la histórica Puente de Fitero. Allí, junto a las aguas del Pisuerga, plantamos la cámara fija sobre un trípode y grabamos, durante todo el tiempo que duró la batería, una merienda pantagruélica vestidos con unas raras túnicas que había traído Guerra de vete a saber dónde. Bien comidos y mejor bebidos, entrevistamos a Andrés sobre el sentido de la vida y el de su poesía, porque necesitaba la grabación para algún propósito que, al menos yo, he olvidado. A todo aquello lo llamamos, y así lo dejamos escrito en el lomo de las cintas, “Conversaciones en el crepúsculo”.

Al cabo de algunos años, fui a ver un día a José, que ya empezaba a estar muy asediado por sus múltiples achaques de salud, para preguntarle por aquellas cintas de vídeo. Estuvimos revisando algunas que tenía apiladas por allí, y llegamos a la conclusión de que, como todas las demás, habían sido reutilizadas muchas veces para nuevas grabaciones (en muchas de ellas sólo salía él simulando tocar el saxofón, disfrazado con unas largas barbas postizas). Una pena que en el mundo magnético no se pueda resucitar una obra como en un palimpsesto medieval, aunque me parece que aquel “Camino al sitio” y aquellas “Conversaciones en el crepúsculo” han ido ganando más solera en el recuerdo que si una borrosa proyección nos devolviera algo de lo que realmente fueron. 

Y supongo que todas aquellas grabaciones (actuaciones del coro, obras de teatro, cencerradas del día de Año Nuevo, cualquier otro acto festivo y todo tipo de eventos a los que José acudía intrépido con su cámara, porque, como buen reportero, nada sabía de la vergüenza o el sentido del ridículo) se habrán perdido para siempre. 

Gerardo Manrique