Ya sé que es falsificación de la memoria, que la niñez es un tránsito muchas veces áspero y hasta cruel. Pero, como todo lo que se nos escapa de las manos, también ella nos aparece mejorada y, vista en lontananza, ¡Cuánto nos entristece su pérdida!
Una de las sensaciones que retengo más vivas de mi niñez es la idea de que todo era mucho más grande, desproporcionado, enorme: un mundo para gigantes, con mesas a las que no se llegaba, puertas incomprensiblemente altas, camas para muchos niños... El pueblo. El pueblo era todo un microcosmos, un mapamundi que nos dedicábamos a explorar fascinados. Nuestro río era un océano lleno de peligros y alimañas, pero no dejábamos, en verano, un minuto su compañía. Los caminos que surcan el campo, vías hacia no se sabe dónde, qué parajes desconocidos y temibles por los que en alguna travesura gustaba internarse más de lo permitido.
¿Y las conversaciones de los "Mayores"? Aquel riguroso mundo de orden, seriedad y disciplina. Pensábamos que todo lo sabían, que nada se escapaba a su control, que nunca se equivocaban. ¡Pobres! De allí llegaban los mandatos religiosos, recogidos con ansiedad y temor, el poder inapelable de las prohibiciones: "A este cuarto no se puede entrar, ¿entendido?" y ya todo era andar husmeando por allí para dar con el secreto diabólico que escondía aquella puerta. "No te metas en el río, no te vaya a pasar lo mismo que a aquel que se ahogó..." ¡Cómo atraía entonces el río, jugar en su orilla con una muerte segura! Sí, aquel mundo enigmático de los adultos sin sonrisa, sin bromas, sin fantasía; seriedad, ceño fruncido, todo esclavizado a tres o cuatro tristes conceptos de los que uno reinaba sobre los demás: “Trabajar para ganarse el pan".
Hoy he vuelto por un momento (un efímero salvoconducto del Recuerdo y la Imaginación) al país de Nunca Jamás y de allí traigo esta pequeña aventura en que, y no era infrecuente, el imperio de la fantasía infantil batallaba con la severidad adulta y, claro, siempre con la misma conclusión: el niño salía llorando.
Pues bien, tenía yo de obra de ocho años y estaba sentado en nuestra plaza de la Constitución (más conocida como la de "El Reloj", y es que al pueblo no le gustan las abstracciones) con un saco en la mano de esos que la gente llama, con despótica metonimia, "de amonitro". No sabría decir yo ahora para qué me habría procurado yo tal saco; tal vez para encontrar en él el contorno de algún país, tal vez para refugiar de la lluvia a un puñado de chapas (los tapones de cerveza o refrescos a los que dábamos vida). O quizás estaba en medio de la calle y me pareció cogerlo sin más. Pero, sea lo que fuere, de súbito cobró una impensada utilidad: a lo lejos se acercaba un señor mayor y malhumorado, un adulto de aquellos que "iban a ganarse el pan" (¡ojo!, ha pasado el tiempo y uno ya sabe calibrar la expresión). Aún vive y, aunque ya cargado de años, con un aspecto saludable. ¡Dios le conserve con bien mucho tiempo! y un día, con cierto ademán de reproche, resumió el episodio que les voy a contar con un "¡Puñetero, cómo te burlabas de mí cuando eras niño!" Aprovecho la ocasión para disculparme, aunque, ya se verá, creo que la deuda quedó bien saldada.
Así que, como Don Quijote veía gigantes donde sólo había molinos de viento, a mí, el buen señor, un poco agachado por la edad y de humor más bien destemplado, se me figuró un Mihura de cinco años, bragado y astifino, el saco se transformó en un cumplido capote y mi apagada sangre infantil sintió la llamada del riesgo y la gloria; y allí, en la carretera (un coso abarrotado y vociferante) cité al animal: "Eh, eh, torooo, eh” y me cuadraba pinturero, como los toreros en la tele. Tardó un poco el paisano en percibir el envite (seguro que no había calculado esa tarde el ser lidiado) y amenazó con palabras gruesas antes de embestir. Pero bastó otro "torooo" y un tiento a la muleta para que acudiera sobrado de coraje al engaño. Y pasó por él, porque no en vano tenía yo a esa edad las piernas de goma.
Era verano, sí, y el sol hacía justicia sobre los pobres mortales. No hubo tercio de varas, con lo que el morlaco se enfurecía cada tanto más y dobladas eran las amenazas. Pero, metido en faena, la gloria o la muerte. Había salido apurado de dos desplantes y rozó el cuello con intención cuando le hinqué dos sarmientos (dos banderillas) en el lomo. Entonces las palabras ya eran gritos y la ira desatada. Al verlo tan fuera de sí, me pareció lo más oportuno ir dejando para otra ocasión la fama del toreo porque, por muy niño que fuera, percibía demasiado peligro en aquel oficio. Pero justo entonces mis ojos se clavaron en un palo de escoba astillado en una fina punta. Ya no había opción, debía culminar la faena. Lo cogí del suelo, alargué el brazo derecho, adelanté la pierna izquierda, arqueé el cuerpo ligeramente e hice temblar el saco. El sol aplastaba a las personas y a las cosas, perpendicular. Supongo que todo quedaría en suspenso y...
"Toroo, eh, toroo...!" y me lancé a matar: la estocada fue trasera pero hizo efecto; un berrido descomunal. Salía yo exultante cuando sentí que una mano me asía el brazo izquierdo, el del saco, y la otra cerró todos sus dedos y, con más eficacia que un pitón bien afilado, descargó sobre mí una proporcionada lluvia de puñetazos por todo el cuerpo. Yo no discutía la superioridad física del toro, debía tener asumido que el riesgo es un movimiento pendular de la gloria al fracaso y la humillación: la ira debía descargarse del todo.
En el asfalto, reblandecido por el calor, lloraban mi desdicha la espada y el capote (o mejor, el saco y el palo de escoba), pues volvía yo a mi casa dolido y humillado, Alonso Quijano, que no Don Quijote, aprendiendo de memoria la lección de que no se podía interferir sin llanto en el mundo de Arriba. Un severo barrazo, no mucho tiempo después, acabó por convencerme. Menos mal que siempre estaba disponible el depositario de todos los llantos y quejas, la infinita ternura de una madre y menos mal, también, que el dolor se evaneció pronto, cuando todos los sentidos quedaron presos de las aventuras de Viky el Vikingo que echaban por televisión.