En algún sitio encontré la noticia de que en 1978 el templo sufrió un robo por parte de unos desalmados que, además, eran bastante torpes, produciendo notables destrozos. En este suceso desaparecen los relieves de los cuatro evangelistas, que aún podemos ver en una fotografía en blanco y negro del retablo que el bueno de Anacleto incluye en su obra y que acredita su valor artístico.
Hoy en día, en la iglesia de Santa Eugenia, convertida en museo, sólo se oficia en el buen tiempo. Para las misas de invierno se ha reservado San Pedro, más recogida y calefactada. El retablo ya no engalana el altar mayor, aunque queda su hueco, como testigo mudo de su antigua presencia, sino que se ha desplazado a la pared derecha de la iglesia, después de sufrir muchas vicisitudes, entre las que podemos contar, afortunadamente, la de una venturosa restauración.
A día de hoy es posible apreciar en el retablo cinco grupos escultóricos dedicados a rememorar la vida de la mártir romana. Presentan una composición elegante y equilibrada, en altorrelieves policromados (que casi son esculturas de bulto) dentro de sus respectivas hornacinas, coronadas por alambicados doseletes que figuran, en su conjunto, una especie de templo gótico. Se atribuyen a un escultor desconocido, pero de gran valía, en la órbita de la escuela burgalesa de Gil de Siloé.
Pero para disfrutar plenamente de este retablo, estaría bien detenerse un poco en la historia de esta santa mártir, en cuya advocación se levantó toda la iglesia, lo que da la medida de su popularidad en los años medievales. La vida de santa Eugenia, como la de otros ciento ochenta santos o mártires, aparece recogida en la célebre antología conocida como Leyenda Áurea, obra del dominico italiano Jacobo de la Vorágine, que vivió en el siglo XIII y llegó a ser obispo de Génova. Este libro gozó de una increíble popularidad en toda la Edad Media, y, en copias sucesivas, se sumaron a las iniciales otro buen número de hagiografías (vidas de santos), que compusieron una de las bases esenciales de la iconografía cristiana en el arte posterior.
Hay que tener en cuenta que los santos y mártires eran los héroes del cristianismo, ocupando el papel que tenían en los tiempos de Grecia y Roma los protagonistas de la Ilíada, la Odisea o la Eneida. Igual que sucedía con estos últimos, su proyección literaria los mitifica y enriquece su historia con emoción, aventura y hechos extraordinarios, creando modelos perfectos de entereza, valor y virtud. Así, estas vidas de santos resultaban ser una lectura no sólo muy edificante, sino también apasionada, por la variedad e intensidad de los sucesos que en ellas se narraban.
Buen ejemplo de todo ello es la vida de santa Eugenia. Según se cuenta, la futura santa nació en la Roma del s. III d.C., en tiempos del emperador Galeno, y de joven se trasladó a Alejandría con su padre, nombrado prefecto de Egipto. En esta ciudad estudió Eugenia filosofía, asistida por dos sirvientes inseparables, Proto y Jacinto (nada se menciona de la condición de eunucos que les atribuye Anacleto, tal vez para resaltar la incontrovertible pureza de la santa). Cuenta la Leyenda Áurea que un día, de paseo a la granja de su padre, oyó entonar un salmo sobre la creación del mundo a algunos cristianos de los que ya abundaban por esta zona del imperio y quedó tan vivamente impresionada que propuso a sus dos compañeros compartir con ella la conversión a la fe de Jesús.
Como temía una reacción airada de su padre, optó por esconderse en un monasterio, disfrazada de hombre, y allí llevó una vida tan ejemplar que sus compañeros la propusieron como abad. Y así pasaron venturosamente sus días hasta que se cruzó por su camino una noble, Melancia, a quien Eugenio (porque nadie sospechaba ya de su verdadero sexo), investido de capacidad taumatúrgica, había curado de unas fiebres. Esta Melancia, sin embargo, concibió por Eugenio un amor apasionado, y tras invitarlo a su casa, le confesó sus intenciones. Como no pudo conseguir por ningún medio lo que perseguía, despechada, Melancia denunció falsamente al abad de querer ultrajarla, y su palabra prevaleció ante el juez, que mandó llevar al abad y a todos sus monjes a prisión, antes de ser arrojados a las fieras por su depravada conducta.
Pero antes de ejecutar la pena, Eugenia pudo explicar su secreto al juez (quien, además, era su padre). No le fue difícil desmontar la acusación de violación, pues se rasgó ante el tribunal sus vestiduras dejando aparecer su condición femenina. Y aún más persuasivo fue el hecho de levitar ante todos ellos vestida con una túnica bordada en hilos de oro, y que del cielo se desprendiera un rayo que carbonizó a la perversa Melancia.
Ante semejantes argumentos, su padre Filipo y toda su familia se convirtieron a la fe cristiana de inmediato, cosa que contrarió mucho al emperador, que lo ordenó ejecutar. Eugenia y su madre, junto con sus inseparables Proto y Jacinto, pudieron volver a Roma, donde ejercieron su labor de apostolado, hasta que finalmente todos ellos fueron detenidos y decapitados, muriendo como testigos de Cristo.
Hay que reconocer a la historia un enorme atractivo novelesco y, perdóneseme el atrevimiento, una cierta dosis de morbo que seguro que contribuyeron a su éxito. Llama la atención que uno de los episodios icónicos en la representación de esta leyenda sea el de Eugenia rasgando sus vestiduras de abad para mostrar sus pechos y acreditar así la imposibilidad de haber violado a Melancia.
Pero volvamos al retablo de Astudillo y tratemos de identificar los episodios de esta fabulosa historia. En su parte central y con un volumen mayor (esa forma tan infantil y tan recurrente en la historia del arte que es destacar lo más importante mostrándolo de mayor tamaño) contemplamos a Eugenia ya santificada con la palma del martirio, en compañía de sus inseparables Jacinto y Proto, que también alcanzaron la santidad (en rigor, el referido capítulo de la Leyenda Aurea está dedicado a ellos). La mártir lleva un libro, señal de su instrucción ya desde temprana edad, en la que se interesó por el estudio de la filosofía. De las otras cuatro escenas, hay una que no ofrece la mínima duda, el momento culminante y, al mismo tiempo, más perturbador de la leyenda. Eugenia, vestida con ropas monacales y con la típica tonsura de los observantes, muestra sus senos ante su padre y el resto del tribunal. Los otros tres relieves corresponden a episodios menos destacados y por eso es más difícil interpretarlos con seguridad. El de la parte inferior derecha se diría que representa la entronización de la santa, pues parece que uno de sus compañeros le está colocando una corona. En la parte superior derecha yo apostaría por su encuentro con la malvada Melancia (por cierto, nombre derivado del lexema griego para “negro”, igual que Eugenia significa “noble” o “bien nacida”), acompañada, como siempre, por sus inseparables compañeros. La parte superior izquierda, en la que aparece arrodillada ante un libro, podría ser el momento de su conversión, y el libro, cabe suponer, ya no sería un tratado filosófico, sino una biblia.
Ahora, tras esta observación detenida y documentada del retablo, me gustaría ponerme en la cabeza de los miles de ojos de la gente corriente, buena parte de ella analfabeta, que ha contemplado estas escenas a través de los siglos. Imaginar la turbación que, sin duda, produciría en muchos de ellos una imagen tan inesperada como la que se deja ver en primer cuerpo de la calle izquierda del retablo. Hay que pensar en aquellos tiempos sin cine, televisión o internet ni un hábito normalizado de lectura.
Creo que vale la pena acercarse un día a Astudillo y visitar el museo. En su dinámica oficina de turismo nos informarán con amabilidad de horarios y disposición, y gozaremos de las sabias explicaciones de una erudita visita guiada. Luego, si hace buen tiempo, podremos tomar algo en las terrazas dispuestas en su plaza mayor porticada, todo un monumento al aire libre en el que se respira la esencia de la vieja Castilla.