San Lucas |
Entre la soledad, el frío y las humedades de sus paredes hay cuatro personas dentro de la iglesia de San Esteban que no paran de trabajar. Sentados en sus alados tronos, se les ve aplicados en una paciente escritura sobre grandes códices, dos de ellos, y largos papiros, los otros dos. Tratan de relatar, con el mayor verismo posible, los sucesos extraordinarios que han oído contar sobre la vida, la muerte y la resurrección de un hombre que era un dios, o de un dios que era un hombre, Jesús, "el ungido".
San Mateo |
Aupados en las estrechas celosías del retablo de la Inmaculada, en el remate de de la nave izquierda o del evangelio (la parte que sobrevivió a su derrumbe), disfrutan de la fiel compañía del animal que los simboliza. Junto al atril sobre el que escribe Marcos, posa orgulloso un león alado con su larga melena. Unas altas alas ostenta también el toro que protege a Mateo con su enhiesta cornamenta. Al lado de Juan, el profeta del apocalipsis, un águila feroz parece devorar una culebra, advirtiendo que no tolerará ninguna acechanza hacia su protegido. A Lucas, al que parece que Santiago le hubiera prestado su sombrero peregrino, le asiste un ángel, que le sostiene solícito el tintero para facilitarle la labor.
San Marcos |
Visten gruesas túnicas de distintos colores dobladas en mangas y cuello y, salvo Juan, están tocados con gorros y sombreros para protegerse del frío. A pesar de las inclemencias y la humedad, de la falta de luz, del estorbo de sus gruesas túnicas y la incomodidad de sus duros sitiales y empinados atriles, no cejan ni un minuto en su empeño de medir cada palabra de una obra que ya ha sido escrita.
San Juan |
En ese afán los vimos cuando éramos niños, también en nuestra juventud y ya en nuestra madurez. Pasan los años y nunca parecen tomarse un respiro. Y un día ya no estaremos aquí, pero ellos seguirán perseverantes en su escritura.
Gerardo Manrique