Julio de 2004
Así que me he vuelto a entregar a estas más de mil páginas ya leídas por separado, en ediciones parciales de sus libros de cuentos, con esa absurda pretensión de buscar una razón de conjunto a las cosas. Y he vuelto, a pesar de todo, a ser atrapado sin remedio por la fascinación de alguno de sus relatos.
Para Cortázar la realidad es inaprensible. Debajo (o detrás) de lo cotidiano está lo inesperado, lo sorprendente, lo mágico o lo absurdo. Y siempre ahí, agazapado, soltándose al final y volviendo la realidad de su revés.
En Bestiario todo es normal, salvo la presencia imposible de un tigre rondando por las habitaciones de la casa: sólo hay que contar con la precaución de tener organizado un sistema de alerta y saber en qué estancia se encuentra (o que el tigre se convierta en una implacable arma de venganza). En Silvia, la seductora presencia adolescente no se sabe si existe o es una pura invención de la chavalería (no, no existe, pero él la ve, la toca, se obsesiona con su belleza). Con frecuencia aparece este motivo, la frustración del amor imposible, representado en adolescentes que pasan por la vida de un hombre maduro como un fulgor que los ciega (así sucede con la autoestopista en Kingsberg). En Autopista del sur un atasco construye un universo organizado donde emerge el amor. Pero el atasco se deshace (lo cual era de esperar) y ese frágil universo desaparece entre las filas de automóviles circulando a distinta velocidad.
Entre lo real surge lo maravilloso y, con frecuencia, lo real prevalece y abate esa ilusión. En otros relatos se asiste a las evoluciones de un ser auténtico (a veces genial) en el que se espeja la mediocridad del crítico: Jonny, en El perseguidor, hace ver a su biógrafo el torpe sustento de su vida. Algo parecido, lleno de humor y sarcasmo (como cada vez que se aproxima a la crítica literaria) sucede en Los pasos en la huellas, que es el paradigma de la mezquindad del crítico, su vergonzante universo paralelo al del verdadero artista. En Las ménades se ve la ciega devoción irracional, gregaria y llevada al sinsentido, que con frecuencia se da en el mundo de la admiración artística. Él propone otras admiraciones, como las sensaciones sinceras y apasionadas por el boxeo en Torito, relato de una destrucción previsible en desgarrada jerga argentina.
Y luego sus pequeñas piezas maestras: el que para mí es el cuento perfecto, Continuidad en los parques, que, desde ese título misterioso y seductor, logra una perfecta trama envolvente, perfectamente cerrada y llena de misterio, con todos los ingredientes de la novela negra... pero todo ¡en una página! Y dentro de las peripecias de Cronopios y de Famas, las geniales Conducta en los velorios o Simulacros, en que una familia se conjura con una planificada aplicación en ocupaciones sin ningún sentido práctico.
Sus fabulaciones entre períodos históricos, como en La noche boca arriba o Todos los fuegos, el fuego están bien conseguidas e imbricadas, mejor en el primer caso que en el segundo.
Especialmente conmovedora resulta en La señorita Cora la relación desproporcionada entre la experimentada enfermera y el aturdido adolescente, marcado por el destino; cómo algo parecido al amor va surgiendo en un contexto imposible, con qué ternura se maneja la difícil relación entre uno y otra.
En fin, su elegante ironía (destilada a veces con suma acidez en Un tal Lucas; otras como en su memorable Clases de español), su constante fuerza al lenguaje, con violentos cortes en la expresión, con encabalgamientos furiosos, con mezcla de lenguas... Pelea constante de un exquisito degustador del habla contra las rigideces académicas....
Pero vuelvo a mí, a ese adolescente tímido, huidizo y esperanzado que leía a la sombra de la puerta del corral el incomprensible (pero hipnótico) mundo de Rayuela. Así se fue aficionando a salir de la realidad, a viajar por las páginas de este libro de la vida, ahora ya emborronado. Pero por momentos me siento (soy, diría Cortázar) aquel chaval que se ve a la sombra de la puerta del corral.