viernes, 10 de septiembre de 2021

Interperie, de Jesús Carrasco

Con argumentos cada vez más persuasivos nos ha invitado Mariángeles a disfrutar de una novela que, una vez leída, nos atrevemos a aconsejar a todo aquel aficionado a la buena literatura, porque nos parece destinada a marcar un hito en la moderna narrativa española. El problema de las recomendaciones de Marian es que va a ser muy difícil mantener el nivel de su consultoría literaria. 

Se trata de Intemperie, del joven autor pacense Jesús Carrasco. El título ya constituye toda una declaración de intenciones, sin lugar donde guarecerse. Aunque la novela ofrece un planteamiento arriesgado y moderno (no existen nombres ni de persona ni de lugar, ni ubicación temporal o física determinada y la nómina de personajes es inusualmente breve), sin embargo, se reconocen conexiones que la vinculan con la gran tradición narrativa española. Imposible no sentir el eco del Lazarillo de Tormes, de la Familia de Pascual Duarte o de algunas novelas de Delibes en su extensión, en el perfil de sus personajes, en el dramatismo de los sucesos y en la precisión de su lenguaje. También comparte con estos clásicos de la literatura española una crudeza extrema y un sentimiento absoluto de desolación, en los que apenas se puede atisbar alguna esperanza, y un entorno de miseria, abuso, suciedad, injusticia y privación que se presenta como una ineludible imposición del destino.

Y no desmerece tampoco de esa tradición el esfuerzo del autor por dotar a su lenguaje de la máxima precisión, recurriendo a un léxico que designa cada cosa con su nombre exacto; destaca especialmente este cuidado en las referencias al mundo agrario y pastoril, tributarias de una rica tradición oral ya en trance de desaparecer y que evoca, aclimatado a tierras extremeñas, el de nuestros padres y abuelos de Pedrosa. Así, desde los nombres de las plantas hasta el equipamiento de los pastores y sus monturas, pasando por todo tipo de utensilios necesarios para esas labores y, en general, para cualquier referencia, el término observa un ajuste perfecto con lo designado. Curiosamente, esta enorme profusión léxica se contiene en una sintaxis que busca siempre la frase breve, barojiana, sin rodeos ni perífrasis, concentrada en lo esencial. 

La novela, con tantos rasgos realistas, viene a ser, sin embargo, una parábola, casi un relato mítico, atemporal. Un certamen entre principios, entre el bien y el mal, la depravación y la bondad. Es conmovedora la relación que se establece entre los dos protagonistas principales, muy trabada por sus dificultades de comunicación, pero intensísima en el lenguaje de los hechos. El viejo cabrero, de modales simples y hoscos, pero con un acendrado sentido de la ética y la justicia y un conocimiento profundo del entorno, es la única posibilidad de redención que tiene un niño abandonado por su familia a las lujuriosas garras de un poderoso. El niño, solo y desamparado, con el coraje suficiente para emprender una huida, pero sin ninguna posibilidad de éxito por sí mismo, se convierte en la última esperanza, en el último consuelo del anciano.

El viejo transmite al niño la sabiduría práctica y ética que ha acumulado a lo largo de su vida, y el pequeño la va interiorizando, aunque a veces no la comprenda del todo o la malinterprete. Un fascinante proceso pedagógico casi sin palabras que asegurará la supervivencia del niño en un entorno de máxima hostilidad y riesgo. Porque no solo acechan enemigos de carne y hueso, acecha la sequía, el hambre y el sol inclemente que aplasta el llano (difícil no recordar el Llano en llamas de Juan Rulfo).

Y con este complejo material el autor ha sido capaz de ir tejiendo una especie de road movie rural (burros y cabras en lugar de coches y motos) de huida y redención que no deja escapar la atención y el asombro del lector hasta la última página.

Gerardo Manrique