Manuel me había dicho unos días antes que le gustaría venir a comer a casa ese día, "fuera como fuera". Y así fue. Y nos sentamos a la mesa los tres, Manuel, mi madre y yo. Una comida apacible, entrañable, en la que hablamos de otros tiempos y de los presentes, de esto y de aquello. Manuel y mi madre, un poco después y un poco antes de los ochenta años. Allí estaba toda la vida, modesta, humilde, como en una discreta retirada.
Todos los momentos son irrepetibles, pero algunos cobran una enorme carga simbólica. No es fácil que ese encuentro se vuelva a repetir y por eso quedarán firmemente ancladas al recuerdo ese par de horas largas de afecto mutuo.
Manuel. Es difícil imaginarse un mundo sin él. Siempre ahí, al lado o en la distancia. Su bonhomía, su fino sentido del humor y la ironía, que nunca desbordan el límite de la incomodidad. Sus despistes, su testimonio del mundo que se fue, su fuerza ante la adversidad. Su aliento y ayuda.
Comimos una ensalada, pescado y algo de carne. Él trajo un vino rosado, porque siempre que viene a comer le acompaña una botella de vino, que queda casi entera en la nevera. Le agradecí mucho su presencia aquel día, cuando ya se iba para Burgos, a casa de Julita. Allí estrenaba su vida Catalina, la hija de Natalia. Porque el mundo no cesa, y otros vienen a ocupar este lugar