Imagen de El Comité, en sus más remotos orígenes. |
Supongamos que el Comité Antimisas hubiera alcanzado alguna notoriedad, tal vez por un grave accidente involuntario en una de sus mascaradas. Que, al colocar un fardo de paja en medio de la carretera, en señal de alguna airada reivindicación, saliera dando vueltas de campana un choche que tratara de evitarlo. Y que, por puro azar, en ese coche fuera el presidente del gobierno y eso cambiara el curso de la historia del país. Pongo este delirante ejemplo porque nuestra lúgubre asociación no podía aspirar a gestas de mayor mérito.
Cualquiera que fuera el desenlace de las atribuladas actividades del CAM (recuerdo con rubor, entre otras, el intento ni siquiera iniciado de exhumación de don Leandro o el ahorcamiento ficticio de dos beatas), su raíz era un amor platónico de la peor especie. Yo sé de qué hablo y no habrá que insistir más en ello, como no sea en la sospecha de que los grandes sucesos históricos tal vez no hayan nacido de las más profundas reflexiones filosóficas, impulsos altruistas o acendrada conciencia revolucionaria. Es tan simple como hacerse notar para que reparen en ti.
No soy capaz de precisar por qué año de la carrera andaba. El primero no podía ser, porque Chisum aún no estaba en Salamanca, ni el quinto tampoco, no me veo actuando en esa película a esas alturas. Pongamos, entonces, que fuera el tercero, es decir, en los alrededores o dentro de 1986, en pleno estallido de la juventud y de sus atolondrados anhelos.
Mi admirado Chisum estaba en Salamanca haciendo honor a sus estudios de Filosofía, compartiendo piso, entre otros, con un compañero vasco de pelo verde, con venia para orinar por los pasillos de aquel destartalado habitáculo, en cuyo fregadero brotaba, incipiente, todo un reino vegetal.
Existió una convocatoria previa (ahí está el pequeño detalle que sostenía semejante andamiaje) a toda la presunta membresía del Comité. En esa misiva se anunciaba la celebración del Congreso Constituyente de la organización, y se precisaba la fecha y el insigne lugar del evento (la Plaza Mayor de Salamanca). No me acuerdo muy bien, pero todo el mensaje iba insertado en una suerte de panfleto surrealista que hacía muy poco fiable tal convocatoria. Ya se sabe, con esta aparatosa excusa uno se metía en su casa y en sus ojos. Y con eso era más que suficiente.
De la nómina de más o menos veinte que fueron requeridos sólo llegaron dos respuestas, una excusando amablemente su presencia y otra que venía a decir que sus padres no le dejaban concurrir a la convocatoria. La interpelada oculta también ocultó su respuesta, por decirlo de alguna manera.
Y llegó el día del congreso, que, visto el éxito de la convocatoria, ya no tenía, en realidad, mucho sentido. No nos vinimos abajo, sin embargo, porque las operaciones, incluidas las sentimentales, hay que llevarlas hasta las últimas consecuencias. Mi viaje desde Valladolid fue en un tren regional, de los que se detienen en todos los apeaderos, uno de aquellos periplos con los que yo tanto disfrutaba, fabulando con quien subía y bajaba del tren, mientras me enmarañaba en la lectura más abstrusa que podía encontrar. Ver pasar la infinita estepa castellana, las dehesas con los toros bravos deambulando a su sabor, la luz y el gozo de sentirse bien, una plácida tregua al estado de ansiedad habitual.
El viaje se atrasó, era sábado y había tocado la lotería en uno de los pueblos que atravesaba el camino del tren. Con esa disposición tan española de invadir el espacio ajeno, la euforia del pueblo asaltó nuestro vagón, y por allí subieron y bajaron aquellos nuevos adinerados derramando el champán y exhibiendo impúdicamente su buena fortuna. Los viajeros, sin permiso para mostrarse contrariados por el retraso ni la incomodidad, nos sentíamos en la necesidad de simular entusiasmo y compartir la alegría ajena. Y allí estuvimos parados más de una hora. Al menos tuve tiempo de ultimar el discurso de apertura del congreso.
En suma, que llegué con mucho retraso a la estación de tren de Salamanca, donde me esperaba Chisum y un grupo de alumnas de Psicología que ostentaban una pancarta de bienvenida y que se sintieron muy contrariadas cuando vieron que aquel Comité tan exaltado por Chisum no sólo llegaba con un notable retraso, sino que se reducía a un jovenzuelo que no sabía dónde esconder su timidez.
Hay que decir que, a pesar de todo, nos presentamos en la Plaza Mayor, que el manifiesto fue leído, que el Comité Antimisas fue formalmente constituido y creo que también solemnizamos, en aquel mismo acto, su disolución, dado nuestro rotundo fracaso de convocatoria. Luego nos acercamos todos al piso del vasco de pelo verde y acabó cayendo la noche.
Hasta ahí el capítulo de la Historia del Comité. Ya fuera de esa Historia sobrevino una noche memorable de la que sólo me permito rescatar un par de cosas. La primera, que nos echaron de un elegante bar de la Plaza Mayor, porque a Chisum le dio por ofrecernos a fumar “puros de río”, es decir, las flores de los carrizos del Odra, en Pedrosa, que creo que reciben el nombre científico de thypha latifolia. Aquellos puros exhalaban una humareda insoportable. Los camareros nos invitaron amablemente a retirarnos del local, hasta que se dieron cuenta que no eran habanos al uso lo que fumábamos y abandonaron la cortesía… Algo más tarde, en un pub que debía estar de moda, Chisum acercó una caja entera de aquellos puros que había cosechado en verano, ya muy secos, para ofrecer a todo el mundo. Al personal le pareció más divertido romper la flor y espolvorear toda aquella infinita semilla volátil que hacer que fumaban su aburrida combustión.
Entre aquel desorden, con todo, pude acercarme a una de las chicas de la comisión de bienvenida, una rubia simpática y obsequiosa (así es el amor de tornadizo o comprensivo, de acuerdo con la célebre versión paulina). Pero el humo insoportable, el estallido de los juncos y el alboroto que le siguió empujaron a mi dulce musa de ocasión, que se cortó el pie con un cristal que había en el suelo y el romance acabó en un centro de salud, en una venda y en un triste adiós. No sé como llegué, ya de mañana, al piso de la calle Van Gogh (¡he recordado el nombre de la calle, milagro neuronal!), donde pude acreditar que otros habían tenido mejor suerte.
Aquel día, después de comer, salía el tren con destino a Valladolid. Cansado, frustrado (ni con Platón ni con Demócrito me fue dado acceso al amor), resacoso y a medio dormir, atravesé la dehesa salamantina, de vuelta de aquel hito histórico que para nosotros fue la fundación del Comité. Tal vez entre mis meditaciones me daría tiempo a reparar en el cruel adagio universitario medieval: Quod natura non dat, Salmantica non praestat.