miércoles, 2 de diciembre de 2020

Jugando a las damas en la hora del café

En mis años de estudiante universitario en Valladolid venía con frecuencia a Pedrosa. No sólo las vacaciones, claro está, sino todos los fines de semana que, no sin remordimientos, estiraba alguna vez desde el jueves o, incluso (si mediaba alguna buena excusa), desde el miércoles previos. A la hora del café, que yo había denostado siempre como práctica burguesa hasta que me llevó Cupido arrastrado de la oreja, iba al Teleclub, y solíamos pasar largas tiradas jugando a las damas. Parece mentira la variedad y competencia que nos ofrecía aquel juego tan geométrico y previsible. Éramos más o menos fijos en la contienda Felisín, Silverio y Arturo (habría muchos más, pero estos tres, por lo que sea, dejaron su huella).


Felisín era un rival cómodo. Se lanzaba atolondrado al ataque y era fácil tenderle trampas. Cuando sufría alguna contrariedad (que le comiéramos tres fichas de un viaje, por ejemplo) exclamaba «¡Reporras!», que es el máximo de irritación que conoce su bonhomía. Silvero, sin embargo, era un rival correoso, duro de pelar. Muy conservador en el juego, si se le ganaba, era a los puntos. Nuestras contiendas (yo me tenía por un jugador de estimable nivel) solían acabar en tablas. Con Arturo me gustaba jugar. Era más arriesgado y perdía también más. Pero lo mejor era la cara de incredulidad que ponía ante mis exclamaciones de fastidio en un lance negativo: «Mecagüen el resplandor negro», «Megacüen el león belga» y otras de semejante tenor. Estoy convencido que su gesto de estupor implicaba cierto desgaste neuronal por tratar de visualizar aquellos raros oxímoros, aquellos pronunciamientos dadaístas, lo justo para despistarse un tanto y ser batido en la contienda. 

Hace unos días asistí a la reconciliación entre Arturo y Andrés, que tuvieron, más de dos décadas atrás, un pequeño altercado poético del que apenas si se acordaban, sobre todo el primero. Andrés componía entonces sin tasa, espoleado por la actualidad, que por aquellos días acaparaban las hazañas del gran Chisum. Dedicó nuestro poeta una célebre pieza a una de tantas noches desquiciadas y la servidumbre de la rima le hizo recurrir a Arturo: Esta historia que les voy a contar / estoy seguro, / que hasta a Arturo, / le va a gustar… Le dio por fijar, además, la poesía en el tablón de anuncios del Teleclub, para regusto y sorna de todo aquel que la leía. Pero al mencionado tan de pasada no le agradó verse inmerso en su literatura, y le espetó con crueldad a nuestro inspirado amigo, entre algunas amenazas, este imperioso mandato censor: «¡Sácame de tus poesías!». De inmediato desapareció la mugrienta hoja que sostenía el poema, pero hasta hoy éste no ha cambiado su letra. Exegi monumentum aere peremnium…, sentenció Quinto Horacio Flaco hace dos mil años.

El otro día, en Castrojeriz, animado por el azar de la coincidencia, me permití recordar en presencia de ambos aquel incidente. Y Arturo, que para nada recordaba el suceso después de tanto tiempo, no tuvo otro remedio que reconocer el honor de figurar tallado para siempre entre los versos del vate del mesón.

Gerardo Manrique