Ya en su día esta breve novela me pareció prodigiosa. Desde la primera línea, desde ese magistral “En el día en que lo iban a matar…” sabemos cuál es su desenlace. Y sin embargo, eso no afloja en absoluto su tensión narrativa hasta la última página, donde vemos caminar a Santiago Nasar con su apostura de siempre, obcecado en penetrar en su casa, sosteniendo sus vísceras con las manos.
La novela se plantea como la crónica del crimen que escribe un amigo suyo, de apellido Márquez, muchos años después, empeñado en reconstruir todos los detalles del suceso. Para ello ha contado con sus recuerdos, pues pasó con la víctima buena parte de la noche del crimen, juntos de parranda, mediante entrevistas con los testigos (incluido uno de los asesinos) y con la revisión de lo que quedaba de la instrucción del caso. Y, sin embargo, el cronista no puede ceder a la tentación de convertir la investigación en un relato de los hechos mucho más literario del que cabría esperar de un informe policial.
La novela, por lo tanto, y como presupone su título (crónica), tiene el aire de una investigación pericial y periodística, con la referencia horaria exacta a los sucesos que iban a desembocar en la carnicería de la víctima. Pero pronto desborda ese planteamiento y se convierte casi en un tratado filosófico sobre la fatalidad. Y en una novela de terror, donde todo el mundo sabe que una persona va a morir, salvo quien muere, y no hay medio humano de avisarle para que aproveche una de las mil oportunidades que le salen al paso para esquivar su destino.
Pero no, el destino acude puntual a la puerta de su casa, que, por un malentendido, le cierra su propia madre. Allí lo acometen los hermanos Vicario, Pablo y Juan (llevan los nombres de los padres de la Iglesia), matarifes de profesión, que lo destajan a cuchilladas como a un cerdo. Y sin que se sepa si es cierto o no que Santiago Nasar fue el que mancilló la honra de su hermana Ángela. Los hermanos Vicario. Cuando leí la novela allá por mis dieciocho, no pude evitar asociarlos a la mítica Fulgencia Vicario, que aún reinaba sobre el antiguo café de Pedrosa. Algo legendario tenían todos ellos.
Así, la pretendida crónica deviene en toda una tragedia griega, donde se citan la sorda soberbia del joven favorecido por el destino, la venganza ciega de dos seres primordiales y aturdidos, el poder del hado, indiferente a todos los intentos por distraerlo, el escenario contradictorio de una boda colosal que se trunca por un hecho de honra… Edipo mata a su padre cuando huía aterrorizado ante el destino que lo empuja a hacerlo; Santiago se enfrenta a sus asesinos evitando las innumerables posibilidades de salvación que se ofrecían a su paso, porque él pensaba que nada había más seguro que el abrigo de su casa.
Novela que nos reconcilia con el placer de leer, no solo por la fácil brillantez de la lengua de García Márquez, sino por su atrayente universo de pasiones, su intrincado mundo de nombres propios y parentescos, el sabor tropical de lugares y sucesos, y por la impresionante ingeniería narrativa del relato, con sus idas y vueltas. Después de treinta y cinco años, mi modesto ejemplar, adquirido con toda la ilusión del mundo en un quiosco, en aquellas ediciones de entrega semanal (Obras maestras de la literatura contemporánea), se muestra un poco fatigado por el paso del tiempo. Pero lo que dentro de él se atesora, sigue y seguirá siempre intacto, despertando la misma emoción fascinada.