Cuando éramos niños, todo aquel varón que había superado, por decir algo, la cincuentena, pertenecía a la nebulosa categoría de “los hombres”. Los hombres eran aquellos seres que iban en bici a un paso quedo, regular, indiferente a las subidas y las bajadas, al calor o al frío, al viento de cara o a la espalda. Para nosotros, que pedaleábamos siempre con un enloquecido frenesí, aquel ritmo lento y cansado era una claudicación, la mayor muestra, si vale el término, de alienación, de dejación de la vida.
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Un hombre sube por la carretera de Valbonilla (1999) |
También veíamos a los hombres en misa, separados de las mujeres, en la parte trasera de la iglesia, como dejando clara su diferencia, el foso emocional que los apartaba de ellas. Cuando penetraban en el templo se quitaban la boina, y relucía su blanca calva, en severo contraste con los rostros y los brazos, atezados por el sol. En el bar se juntaban a jugar la partida, hieráticos, casi siempre malhumorados, discutiendo por los lances del juego entre una nube de humo. Allí nos acercábamos a pedir la propina al abuelo, que volvía, importunado, su máscara antigua: unos días dos pesetas, otros tres, tal vez en directa dependencia del capricho de las cartas.
Los hombres. Su universo impenetrable, hosco, amedrentador. Siempre esperábamos de ellos la admonición, la amenaza, el castigo. Era imposible que entendieran la lógica de nuestros juegos, de nuestra vida despreocupada y feliz. Los veíamos deambular por sus tareas, con sus movimientos eternos, y tratábamos de evitarlos, contemplándolos a lo lejos, como a un indescifrable animal mitológico cuya rutina sería letal perturbar.