Como nos cuenta Adso de Melk, fatigado y con el pulgar dolorido de tanto escribir, yo también empiezo a sentir el peso de la vida sobre los hombros, y a esta lectura la precede otra, allá por los afanosos años ochenta del siglo pasado. Esta vez ya no se trataba de penetrar, con pasión y sin cálculo, como un intrépido pionero, por aquella intrincada trama de erudición y misterio; ahora también me ha sido posible dialogar en la distancia con aquel que fui, recostado sobre el tronco de un árbol, a las orillas del Pisuerga, leyendo con voracidad el ejemplar que me había prestado Felisín. Esta vez, a la fascinante lectura de la novela se añadía la nebulosa contribución del recuerdo, y no ha sido fácil salir emocionalmente indemne de esta aventura.
Han pasado más de tres décadas entre una y otra lectura, entre las cuales han mediado muchas cosas. Yo no soy el mismo, de más está decirlo. Sobre la novela, es ineludible el efecto de la aportación de la espléndida versión cinematográfica de Jean-Jacques Annaud, que estableció el escenario y puso el rostro a sus protagonistas para siempre (una excelente entrevista al director francés sobre la génesis y desarrollo de la película que me pasó el bueno de Ángel de Cabañaquinta han sido el detonante de esta relectura); también me han permitido penetrar mejor su sentido los muchos años que he convivido desde entonces, cuando tan solo iniciaba mis estudios, con la cultura clásica y medieval, con el latín y con el griego. Ello, sumado a mi modesta experiencia lectora en todo este tiempo, también me han hecho sentir algunos desajustes en el ritmo narrativo, algunos excesos (tengo reciente en la memoria la farragosa, interminable e innecesaria descripción del sueño de Adso, por dar un ejemplo), en definitiva, la aplicación del espíritu crítico sobre la lectura iniciática, sin ningún filtro de contención.
La novela, con todo, además de un hito sagrado en mi experiencia lectora, sigue siendo una aventura fascinante, y más para quienes sentimos atracción por el mundo de la transmisión textual, por la cultura libresca, por la Edad Media, por las sutilezas filosóficas y teológicas y que, además, nos encanta seguir hasta el final una trama detectivesca. No le perdono, eso sí, al director francés de la versión cinematográfica no hacer explícito el apelativo del venerable Jorge (de Burgos), ni aludir al origen silense del códice asesino. Tampoco me gustó en la película esa concesión a la pulsión vengativa del espectador que fue la muerte del inquisidor, Bernardo de Gui, tan barroca, o a esa otra pulsión, la sensiblera, de rescatar a la hermosa Valentina Vargas de la hoguera. Son peajes que hay que pagar, pero que simplifican y deforman en exceso el sentido de la novela.
Si le fuera a poner alguna pega, creo que, por más que la erudición de Eco resulte abrumadora, en varios tramos de la obra produce una hipertrofia que ralentiza demasiado el relato, por otra parte, tan bien armado en su argumento central. La idea de sostener el eje de la trama sobre el desaparecido libro segundo de la Poética de Aristóteles es, sin matices, genial. Y maravilla cómo Eco fue capaz de construir sobre este sólido cimiento un fabuloso edificio de fascinantes tramas cruzadas (las debilidades humanas, la situación socio-política de aquellos turbulentos años de los papas de Avignon, las polémicas teológicas y filosóficas, las tensiones entre las órdenes religiosas, hasta el peso de la superstición y la sombra del apocalipsis…).
Brillante también el haber sabido trasladar el infalible esquema detectivesco Holmes-Watson al mundo medieval, estableciendo entre los dos protagonistas la entrañable relación del maestro y el discípulo obsecuente. Y también el recurso, no por frecuente menos efectivo, de presentar la narración de los hechos como producto del recuerdo de una persona de edad, ya próxima a la muerte. Esa distancia permite envolver la narración en una bruma legendaria e inocula en el lector el beneficio de la comprensión o condescendencia que uno tiene siempre sobre sus propios actos. Y así termina la novela, con este hermoso párrafo: “Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomina muda tenemus”.
Gerardo Manrique