Del tétrico claroscuro de la luna entre negros jirones de nube arrastrados por el viento, la atención se desplaza al enrejado de un solemne portalón asediado por el abandono, sobre cuyo arco de piedra apenas se vislumbran unas letras de molde. Al tiempo, se oye una voz de mujer que comienza la confidencia de un relato:
"Anoche soñé que volvía a Manderley..."
"Anoche soñé que volvía a Manderley..."
Y al lector de la novela, y mucho más al espectador de la película, sabiendo, además, que la firma Alfred Hitchcock, le domina una irresistible ansiedad por saber qué sucedió en el pasado en aquel lugar vencido por la maleza y el abandono al que nos lleva una pesadilla.
La cámara continúa siguiendo un sendero que apenas guarda ya su curso, hasta descubrir entre la niebla la silueta de las ruinas de una enorme mansión inglesa en la que, llevados al pasado, sufriremos angustiados la lucha entre la irresistible candidez de Joan Fontaine y el sofocante fantasma de Rebeca.