domingo, 20 de enero de 2019

El coche de línea



Parecen cosas de un tiempo remoto, pero, bien mirado, no hace tanto que nuestra única forma de comunicación con la ciudad era el choche de línea. Una expresión geométrica que lo vincula a una ruta fija, sin oportunidad alguna para el azar o la improvisación, por rocambolesco y tortuoso que fuera el itinerario a seguir.  Era, con todo, una lanza de progreso, portador de novedades, el vehículo que nos llevaba del pueblo a la ciudad.

Esta tarde, un día de finales de marzo que nos ha sorprendido con una intensa nevada matutina (el sol se ha llevado ya casi entera), venía yo de pasear por la carretera de Itero. A lo lejos, he visto cómo cruzaba la llanura la última versión, cada vez más reducida, del coche de línea. Se ha ocultado apenas un instante entre el caserío de Pedrosa, porque ya no hay quien se desplace en este servicio y pasa sin detenerse, siguiendo su camino legendario en dirección a Astudillo, con un tesón y regularidad que alcanza toda mi vida.

Yo conocí el coche de línea en sus últimos momentos de gloria, cuando, además del conductor, era precisa la figura del cobrador (Emilio, que era de Pedrosa). Me constan días aún más felices, en los que parte del pasaje hasta tenía que subir en alguna ocasión al techo del coche porque todos los asientos estaban ocupados. Los tiempos de la empresa del Gallego, y de Florencio, el conductor que se alojaba en la casa de mi abuelo. Para otra tarde los sucesos de aquel tiempo, cuando el coche de línea imperaba sin rival en las comunicaciones de Pedrosa.

Además de viajes con mi madre a Burgos con cualquier propósito (alguna gestión necesaria en la ciudad, visitas a médicos “de pago”, compras de artículos que no se encontraban en el pueblo), son inolvidables aquellos que nos sacaban del abrigo de casa, a los diez años, con destino al seminario de Tardajos. 

El primero de aquellos viajes es de los que se clavan en el recuerdo porque, al desamparo de dejar el pueblo, se sumaban las apreturas del autobús, lleno a reventar, nuestra inocencia y una penosa incertidumbre sobre lo que nos podríamos encontrar. Así que cuando el autobús dibujó su rocambolesco tirabuzón para introducirse en Villasandino y volver, por un instante, sobre sus pasos (leímos con claridad el cartel que indicaba la dirección hacia Castrojeriz), justo hasta coger la carretera de Castrillo de Murcia y enderezar su tumultuoso traqueteo rumbo a la ciudad, le pareció a nuestra lógica infantil que (vete a saber por qué venturosas razones) el coche retornaba a Pedrosa, y nosotros a la felicidad que se nos arrebataba sin sentido. ¡Qué hermosa explosión de gozo, por lo inocente, por lo efímera!

Pero igual que a la ida el autobús era cómplice de nuestra angustia, cuando aparecía en la parada de Tardajos para llevarnos de nuevo a casa, era la nave espacial de la Alianza Interplanetaria que venía a rescatarnos: nada más poner pie en el estribo, veíamos el rostro conocido del conductor y de algunos pasajeros del pueblo, daba igual que no encontráramos asiento, con nuestros grandes bolsones de ropa, daba igual que las chicas del colegio María Madre, con el desparpajo de los cuatro o cinco años más que nos aventajaban, nos lanzaran chanzas crueles; todo daba igual… En hora y media estaríamos en casa.

Yo siempre he tenido una querencia especial por las estaciones, tanto las de tren como las de autobús. Desde que dejé la escuela del pueblo a los diez años, me tocó estudiar siempre fuera de casa, así que no tuve otro remedio que el de ser un habitante habitual de estos parajes singulares. La conexiones con el autobús de mi pueblo me deparaban muchas horas sentado en los vestíbulos de las estaciones, contemplando discretamente el intenso mosaico de emociones humanas que por allí se daba. Un trasiego de vidas que van y vienen, del alborozo al llanto, de quienes se reencuentran o quienes no se volverán a ver. Tantas variables, toda una metáfora, intempestiva, mudable, en constante movimiento, de la fugacidad de la vida. 

Antes de que yo naciera, en los tiempos de mi abuelo Pedro, albergaba el coche de línea el garaje de su casa (en cuya estufa estoy escribiendo estas líneas). Más de una vez oí contar a mi abuela la memoria de un terrible suceso en el que un conductor de autobús, de aquellos cuyo motor se accionaba con una palanca, murió aplastado contra la pared del garaje, al haber quedado la velocidad metida. La muerte deja algo así como una rúbrica vaporosa allá por donde ha arrebatado una vida. Aunque la leyenda más negra se alimenta, sobre todo, del trágico accidente en que, entre otras seis personas, murió mi padre, cuando un mercancías arroyó al autobús en el paso a nivel de Villalbilla. Volvían a media noche de disfrutar de las fiestas de San Pedro, en Burgos.

Tal vez ese duro peaje existencial me hizo pensar que yo era invulnerable a cualquier percance en mis infinitos viajes en tren y autobús, una suerte de seguro de vida para todos los que coincidían conmigo en el viaje, antes de que pudiera sumar mis primeros sueldos de profe para comprar el ZX.

Pocos abogados defensores le quedaron a nuestro coche de línea, en su irreversible decadencia, frente a la autonomía y comodidad de un vehículo propio. Y, sin embargo, qué profundas quedaron aquellas sensaciones, cuando a las cinco y media de la tarde montábamos en nuestro autobús (una extensión ambulante de nuestro pueblo), y curioseábamos en cada parada, donde se bajaban algunos, el conductor entregaba algún paquete, charlaba con los vecinos que venían en busca de la única novedad del día (quién iba o venía a Burgos…); y nos íbamos acercando a nuestro destino, por una ruta tan familiar, tan conocida (hasta la última piedra de la última casa formaba parte de un escenario inmutable). El pasaje, según avanzaba el viaje, se iba haciendo cada vez más selecto, casi nos conocíamos todos, salvo algún misterioso viajero residual, con destino a Astudillo, Santoyo o Frómista, es decir, con destino a otro mundo.

Todo eso junto, y mucho más (¿cuánto tiempo sería necesario para recuperar aquellos viajes, para evocar lo que sentíamos entonces?) se ha abierto hueco esta tarde entre mis deshilvanadas reflexiones, al ver cómo cruzaba el coche de línea los sembrados ya verdeantes de la vega de mi pueblo, con la última inercia de un dinosaurio avejentado. El coche de línea, un elemento esencial en el paisaje del pueblo que, como el pueblo mismo, va camino de su desaparición con la humildad y discreción con la que se marchita una flor.