sábado, 19 de enero de 2019

1987: VIII centenario de la fundación de Pedrosa


La primera edición de la fiesta es la única de la que no se guarda testimonio ni gráfico ni sonoro ni documental de ningún tipo (o, al menos, que a mí me conste). En aquel tiempo aún libre de smartphones y demás cacharrería cotilla, su recuerdo, por así decirlo, ha quedado sólo a merced de la tradición oral. Esa circunstancia, que le confiere un atractivo mitológico, hace que el historiador (valga la broma) dependa completamente de su memoria, si estuvo por aquellos tiempos y lugares, y de la de los demás que allí coincidieran con él, para reconstruir un relato más o menos cercano a la realidad. Pero como son recuerdos a los que les han caído ya más de tres décadas encima no siempre hay unanimidad entre las distintas versiones ni encajan de todo las piezas, cuando nos da por hablar de ello. Lo mejor será comenzar por las evidencias, a partir de lo que uno sabe o ha oído.

La motivación: hay una motivación profunda y otra más episódica. La primera era que, en Pedrosa, a diferencia de otros lugares cercanos, las fiestas patronales se celebraban, por lo general, en el peor momento académico del año. Aunque la fecha no era fija, por la naturaleza variable de la festividad (el Corpus Christi), los días de fiesta solían coincidir con los exámenes finales, tanto en la secundaria como en la universidad, lo que hacía muy difícil disfrutarlos plenamente para quien estaba estudiando, lo cual resultaba o frustrante o peligroso, o las dos cosas a la vez. En agosto, sin embargo, donde estábamos todos (los que vivíamos en el pueblo y los que habían emigrado fuera), sin la coacción de los exámenes, podríamos vivir la fiesta plenamente y, además, con mejor temperatura que en el inseguro mes de junio. Aquel verano del 87 (y esta es la motivación episódica) algunos de los que luego nos implicaríamos en la organización de nuestra fiesta, acudimos una noche a una así llamada "Fiesta de verano" que se había convocado en Castrojeriz. Consistió la tal fiesta en un cassette a pilas y poco más. Nos sentimos un poco estafados, pero también nos sugirió la idea de poder hacer algo parecido (eso sí, mejorado) en Pedrosa. 

Puesta en común la idea entre los que entonces vivíamos en la amplia franja de la veintena, me atrevería a decir que se verificó una suerte de división natural del trabajo: los aspectos técnicos y logísticos quedaron en manos de Los Campaneros y los propagandísticos en manos del Comité. 

Por aquellos tiempos regentaba el Teleclub Ricardo, quien desde el primer minuto se mostró totalmente colaborador con la idea. Se barajó la posibilidad de poner unos altavoces en el exterior conectados a un pobre equipo de música manejado desde dentro del bar. Como se vio insuficiente, se pensó en un equipo más potente (con un amplificador y bafles, todo ello instalado en el pórtico exterior del Teleclub, de manera que el pinchadiscos tuviera contacto con su público). Para ello se contó con la anuencia de Félix, gestor a la sazón de la asociación de la que depende el Teleclub, y con el trabajo técnico y logístico de Miguel y Lorenzo (y es posible que de alguno más), en las labores de alquiler y transporte del equipo y su instalación. Por su parte, Isidro hacía las funciones de negociador y enlace con toda aquella persona más o menos necesaria para llevar la iniciativa a buen puerto. 

Mane manipula el equipo de música que se utilizó los primeros años
Nosotros, el Comité, siempre hemos sido muy ampulosos, y con una irresistible querencia hacia el surrealismo. Por eso le pusimos nombre a la fiesta (innovación esta digna de destacarse, pues aún no he visto por ninguna parte una fiesta que mute todos los años su título), uno tan rimbombante como falso, con el objetivo de atraer a la mayor cantidad posible de visitantes foráneos. Partiendo de la base de que la fundación de Pedrosa no sería más que el asentamiento de un par o tres de familias en el movimiento repoblador de la Castilla condal, y que no cabe pensar en una fundación propiamente dicha, con una proclamación solemne que la sancionara, es decir, que no hubo de existir nada parecido a una fundación, por si parecía poco, la ubicamos a lo loco en el tiempo, sin molestarnos en recabar apoyo documental o histórico alguno. En realidad, lo que buscábamos era un reclamo impactante y algo disparatado y provocador para atraer la atención de quien contemplara el anuncio y contara con una celebración de altos vuelos (en definitiva, con una buena verbena).

Preparamos una potente campaña publicitaria bajo el lema "Celebración del VIII centenario de la Fundación de Pedrosa", insistiendo en la palabra "tecnoverbena", para hacer menos evidente la falsificación, con una montonera de carteles fabricados a mano sobre el reverso en blanco de los que ofrecía para ese tipo de anuncios la Caja del Círculo Católico de Obreros, y que ¡cómo no! nos llegaban a través de los buenos oficios de Félix.

Captura de pantalla de un vídeo que recoge el proceso de alzada de la cruz del Aro, por aquellos años.

Los distribuimos por un montón de pueblos, iniciando las rutas por las que cabalgaríamos infatigables en años posteriores, y que trazadas a grosso modo, con muchas variables, serían las siguientes:

1) Hinestrosa - Castrojeriz - Hontanas - Iglesias - Pampliega - Los Balbases - Vallejera - Valbonilla.
2) Astudillo - Santoyo - Frómista - Lantadilla - Melgar de Yuso -Itero de la Vega e Itero del Castillo
3) Castrillo Matajudíos - Arenillas - Melgar de Fernamental - Las Padillas - Grijalba - Villasandino - Villasilos y Villaveta. 

Eso a trazo grueso, porque yo tengo el recuerdo, aunque no podría precisar el año, de haber estado poniendo carteles en Carrión, en Osorno, en Villadiego y hasta en Burgos y Palencia. 

Volviendo a la ocasión fundacional, hay que decir que la iniciativa, en su conjunto, fue un éxito notable (por la noche había coches aparcados hasta bastante más allá del camino de las bodegas), aunque, a diferencia de todas las ediciones que vinieron después, consistió solamente en la verbena. Pero está claro que su éxito nos estimuló para seguir adelante y echó una semilla que ha perdurado, no se sabe cómo, hasta el día de hoy, a lo largo de treinta y dos años.

En el año 1993, con sólo seis ediciones en su haber, ya sentíamos un poco de nostalgia de todo aquello y nos atrevimos a escribir, para la ya extinta y añorada revista comarcal Regañón, un pequeño artículo que evocaba, desde más cerca, aquellos años fundacionales. Un pequeño artículo que igual viene a propósito reproducir aquí. 

UN DÍA DE FIESTA

Hoy, que un otoño precipitado nos ha retrasado el amanecer y son dueñas de la calle hilachas de humo y fina lluvia (ya se apagaron la gritería infantil y sus alocados afanes), la memoria, gateando entre los recuerdos, ¡que empiezan a ser tantos!, se ha detenido en un día de agosto lleno de sol en el que desde hace unos años se celebra una singular fiesta en un pequeño rincón de nuestra comarca, un rincón de sonoro nombre: Pedrosa del Príncipe.

No se debe incomodar quien esto leyere: no se trata de ensalzar una fiesta en menoscabo de las demás (¿Quién se atrevería a tal, en tierra de tantas y tan arraigadas celebraciones?), sino tan solo compartir el leve placer de comerciar con la frivolidad en tiempos tan severos como los que corren.

Surgió la idea al aroma de la cerveza, en algún tramo de esas lánguidas conversaciones de una buena noche de verano. Idea más bien simplona, por cierto: debía organizarse una verbena en agosto, que es cuando se agrupan los dos exilios, el interior y el exterior. Bastaba con alquilar un amplificador con sus complementos y hacer acopio de cintas de casete. Pero medió la extravagancia: puestos a buscarle nombres a la fiesta le dimos a tan poca sustancia el majestuoso de Conmemoración del VIII Centenario de la Fundación de Pedrosa del Príncipe; y ahí no se detuvo la osadía: confeccionamos a mano más de cien carteles -testigo es un porrón- de disparatadas sentencias y colorines y extendimos la especie por todos los pueblos comarcanos. Y claro, se nos llenó el pueblo de curiosos visitantes (una señora, asombrada, exclamó: "¡Ha venido gente hasta de las montañas!") que no daban crédito a sus ojos cuando se convencieron de que toda la celebración se reducía a un sujeto manipulando torpemente un casete. ¿Dónde estaban el gobernador, el conjunto musical, los castillos de pirotecnia, los del bote, las barracas...? Sea dicho con modestia: una página gloriosa en la historia del fraude publicitario.

Los dos a la vez, el éxito de público y la mala conciencia del que ha engañado, nos persuadieron a celebrar otra fiesta al año siguiente en la que se añadiera algo a aquella verbena sin músicos. Esta vez (por cierto, corría el opulento año de mil novecientos ochenta y ocho) se decidió que la fiesta ocupara todo el día, desde las ocho de la mañana hasta la misma hora del día siguiente. Para no fatigar al amable lector, daré cuenta sólo de dos actos que merecen una ligera mención: a las nueve de la mañana se convocó a quien quisiera a la ingesta voraz de sopas de ajo, que todos aplaudimos después como un desayuno equilibrado y racial (no me creerán si les digo que aquel divino aroma se mantiene en mi cerebro con mayor impronta que el tan sobrevalorado Primer Beso). Tal fue el entusiasmo, que cortamos la carretera y no dejamos pasar a ningún vehículo cuyo conductor no hubiera dado cuenta de un vaso de aquellas sopas. Pero lo más emotivo fue el acto central que justificaba el nombre de la fiesta: Día del Amor a la Mujer: los mozos del pueblo nos vestimos con desusada elegancia (traje impecable, con corbata y  chaleco), repeinados con gomina y con un cuidado exquisito en los modales. ¿Para qué? preguntará el curioso lector. Pues debíamos regalar a todas las mujeres del pueblo con un clavel, un beso y una poesía de amor escogida con mimo entre las más acabadas de la literatura universal.

Si quien lee esto es una dama, póngase un instante en situación: llaman a la puerta (¿Será la inoportuna vecina? ¿Será el cartero? ¿Será algún tendero o cobrador?...) y aparece peripuesto el gañán que se imaginaba cavando con rigor en algún barbecho. Con un clavel en la mano deja escapar, con gesto dolorido, estos melifluos versos:

Bella es mi ninfa, si los lazos de oro
al apacible viento desordena;
bella, si de sus ojos enajena
el altivo desdén que siempre lloro.
       ..............................
Bella si mansa, bella si terrible;
bella si cruda, bella esquiva, y bella
si vuelve grave aquella luz del cielo...

Y todo lo remata con una dulce sonrisa y un beso. Más de una sintió rodar dos lagrimones por sus mejillas. Y no era para menos.

El tercer año el título no desmereció de los dos anteriores (Día de Exaltación de la Virtud), y lo más notorio (ya se habían consolidado las subidas matinales a la bodega, unas veces sardinas, otras chorizos, otras morcillas... y siempre vino; la tecnoverbena, la carrera de carretillas submarina, las distintas competiciones deportivas, etc.) fue la convocatoria de una manifestación que exigía la liberación de Nelson Mandela: una enorme pancarta de nueve metros de largo rezaba: "Por la inmediata excarcelación de Nelson Mandela / Pedrosa contra el apartheid". Tiznados de negro recorrimos vociferantes las calles del pueblo (¡No nos mires, únete!) y finalmente se leyó un manifiesto desde el balcón del ayuntamiento; manifiesto que comenzaba con esta contundente arenga: "¡Ciudadanos de Pedrosa!". Destino burlón: la pancarta acabó olvidada en un hotelucho de Atenas.

La primera fiesta de los noventa tuvo un importante avance: por vez primera confeccionamos un programa impreso que sentó precedente: escueto, desenfadado, con una mínima atención a su prosa y cerrado siempre por una hermosa poesía. La de aquel año, debida al talento de Antonio Machado, es tan bella que nos tomamos la libertad, paciente lector, de reproducirla aquí:

En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día:
ya no siento el corazón.
     .......................
Aguda espina dorada
quién te pudiera sentir
en el corazón clavada.

Se llamó a la fiesta aquel año Bramúsica, nombre que tenía un sentido que pronto se hará imposible descifrar. Las actividades se multiplicaron: exposición fotográfica, representación de una comedia de Plauto, campeonatos de cartas, además de deportivos... Pero lo más memorable fue, sin duda, el "playback" de un concierto de música clásica cuya descripción haría tan tedioso e interminable este relato como lo fue la interpretación del Bolero de Ravel al pleno sol de un tórrido mediodía agosteño.

Día del Sí fue el título de la fiesta del año 1991. Al son de elegante vals desfilaron nuestras espléndidas adolescentes vestidas con atavío de novia. Radiantes, bromearon con el Tiempo, ese tirano malvado al que nadie ve, y dejaron escrito su contoneo en la plaza de la iglesia un día de San Roque, antes de que un enamorado las mire encendido ante el altar. Con los años, la actividad desde las ocho en que se recorre el pueblo con estrépito, se fue haciendo frenética.

El año pasado el programa era ambicioso: se pretendía dramatizar toda la historia del pueblo, desde el "big ban" hasta la más acechante modernidad. A grandes empeños, grandes fracasos. La puesta en escena, sin apenas público, fue tan funesta que quizá algún apóstol del teatro del absurdo la hubiera dado por buena. Entre el caos general una escena brilló con luz propia: se debía acercar el cadáver de Felipe II en un féretro, con suma solemnidad y respeto, a un túmulo fúnebre frente al que dos soldados tenían que representar aquel famoso soneto con estrambote que, a su muerte, le dedicara Cervantes: ¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza...! Pues bien, el cortejo fúnebre, entre los que un noble caballero apareció con vaqueros, salió a escena con tal arrebato de risa que dio en el suelo con los huesos del espigadísimo Felipe II que habíamos encontrado para la sazón y que, inopinadamente, resucitó entre cómico y furioso. Los soldados del homenaje quedaron mudos y las plañideras, todas enfundadas en un estricto negro, en vez de mesarse los cabellos entre llantos desesperados, como diría un castizo, se partían el eje. Todo ello actuado al aire libre, en la plaza de la iglesia, con los acordes del "Dies irae" del Réquiem de Mozart sonando tan imperantes (quién sabe si para bien o para mal) que no se podía oír palabra alguna. El público, que había perdido el hilo del argumento, contemplaba aquel desorden unas veces con incredulidad, otras con desdén.

Ese año (deliberadamente he omitido cuestiones de financiación; nadie enseña a una visita la fontanería de su casa) por fin tuvimos una orquesta de verdad y confeccionamos unas agresivas camisetas. Por cierto, se me olvidaba el título,  que cada vez deriva más en el absurdo; fue Himno al Tres.

Y por fin toca hablar en este apresurado ejercicio de nostalgia de este último año: Recuerdo del Moro Juan: otra orquesta y otras carretillas, otras competiciones (destacó por su dureza y competitividad la primera Clásica Ciclista "Memorial Federico Engels"), el bote, los barraqueros... Si usted ha leído con atención este relato, sólo echará de menos al gobernador.

Y en lo esencial es una fiesta como las demás, donde un despechado se emborracha, donde dos enamorados de ocasión se alejan cada vez más abrazados por una sinuosa callejuela, donde uno pierde mucho al bote y otro baila alocadamente pasodobles. La ilusión en los ojos hinchados del niño, la sonrisa resignada de los mayores, rehenes del recuerdo, el peleón que monta una bronca en el bar, el chocolate que llega tarde y escaso, algunos cerrados en casa rumiando alguna amargura, el censor que repite incesante la sentencia: "Cuánto mejor estarían trabajando". Todos, a la postre, amanecidos bajo el mismo sol. ¿Qué le voy a contar yo que usted no sepa, atento lector?

La amenaza de lluvia se ha disipado ¡Ya habrá tiempo de calentar los recuerdos al amor de la lumbre! Simplemente resta decir una cosa: quedan todos ustedes, lectores de "Regañón" invitados a nuestra próxima fiesta que, a falta de otros atractivos, seguro que presenta un título ocurrente.

Gerardo Manrique
Publicado en "Regañón" (nº 9, octubre del 1993)

Gerardo Manrique