Supongo que no habrá existido ninguna pandilla que no haya tenido su caseta, en la que disfrutar de la lejanía de la vigilancia adulta. Sus materiales de construcción, siempre precarios y de deshecho, solían cobijar algún tresillo o sillón destartalado en el que apiñarse, verdadero centro neurálgico de todo el complejo. La caseta de la báscula, aunque tenía el serio inconveniente de emplazarse en un lugar de mucho tránsito (las casetas buscaban, por lo general, lugares apartados del tráfico humano), tenía la ventaja de una construcción muy sólida y profesional. Ni el viento se llevaba los plásticos de la cubierta, ni la lluvia entraba por doquier. En suma, la casa del cerdito más responsable de los tres del cuento.
La vieja caseta de la báscula, otra prueba más, por si no tuviéramos ya bastantes, de lo implacable de la sentencia del sabio de Éfeso: todo cambia, nada permanece.
Gerardo Manrique