Es evidente que no se puede atribuir a mi abuela la autoría del dicho, y más bien cabe pensar que una larga tradición oral lo había puesto en su boca.
Sólo más tarde, cuando comencé a interesarme por la iconografía cristiana, reparé en que a san Pedro, que tantas veces aparece confrontado, como en el retablo de la nave central de nuestro templo, con la imagen de San Pablo como los dos grandes pilares de la Iglesia, se le representa siempre con una intensa alopecia.
Las figuras de un retablo obedecen a un código iconográfico estricto. Es algo parecido a un cómic, en el que el superhéroe debe estar claramente señalado por su atuendo o sus características físicas para que sea inmediatamente reconocido en cualquier episodio de sus aventuras. A san Pedro es fácil identificarlo, porque porta en su mano las grandes llaves del reino de los cielos, y también por su calvicie.
Así que el pueblo, que durante tantas horas distraía su mirada en los oficios religiosos por el cómic tallado en las maderas del retablo (siempre la misma historia, un solo episodio), tenía memorizado todos los detalles que, si cuadraba, veían a parar al refranero o al lenguaje coloquial. Un baño de realidad para tanta altura metafísica.
Gerardo Manrique