domingo, 31 de octubre de 2021

Pánico en el pilón (Halloween en la PDP de los años cuarenta)

Llueve con mansedumbre en PDP, cosa siempre venturosa en unas tierras a las que tanto cuesta atraer la bendición de las aguas del cielo. Es la víspera de Todos los Santos y, una vez que las vacunas parecen haber contenido un tanto la furia de la pandemia, se ve gente por el pueblo que ha venido a honrar a sus familiares difuntos. El cementerio luce como un hermoso jardín moteado por las distintas tonalidades de mil flores. No podemos dejar de repasar, uno a uno, los nombres y las fechas grabados en los mármoles y granitos (esas brutales síntesis de toda una vida), y estremece echar la vista atrás y verlos a casi todos ellos en sus faenas cotidianas, cruzarnos algunas palabras o en algún episodio concreto que se refugió en nuestra memoria. Debe ser achaque de la edad, que avanza sin tregua, ese de tener tantos conocidos durmiendo (yo me aferro a la etimología griega de la palabra) en el cementerio.

Pero la vida es así, y luego, sentados en la terraza del Teleclub, vemos corretear sin descanso a cuatro o cinco niñas, algunas ataviadas con los siniestros trajes de Halloween. Y es cuando me ha venido a la cabeza, al meditar sobre esta moda importada, pero incontenible, de lo terrorífico, una historia que he oído contar varias veces en casa y, como tantas otras, sin saber muy bien qué asidero tendrá en la realidad. Tal vez aún haya quien la recuerde o haya oído hablar de ella y, en todo caso, no deja de ser un Halloween muy adelantado a los tiempos. 

Parece ser que en el segundo lustro de los años cuarenta del siglo pasado, en Pedrosa, como en toda España, apretó mucho aquella celebérrima “pertinaz sequía”, convertida casi en un eslogan político. Sin disposición de agua potable a través de una red de suministro doméstico, las mujeres debían aprovisionarse en los caños de la fuente del pilón y, como venía tan escasa y eran tantas a llenar, tenían que esperar pacientemente haciendo cola hasta bien entrada la noche.

Esa conjunción tan propicia de día de difuntos, oscuridad y reunión de mujeres, inspiró a una pequeña banda (sea dicho con todo el candor posible) a festejar la ocasión en el más puro estilo Halloween. Uno de ellos era Florencio, conductor durante más de tres décadas del coche de línea y que se aposentaba en nuestra casa. Requirió de mi abuela sábanas viejas y un candil, sin delatar su intención. Con esas sábanas, con unas tenebrosas luminarias y con algún que otro atavío a propósito, él y sus compinches (parece ser que lideraba el comando Salvador Peña, y le secundaban unos cuantos más, de los que yo sólo he podido rescatar, además de al conductor, el nombre de Moreno), aparecieron de súbito en las inmediaciones del pilón, figurando, entre quejumbres y lamentos de ultratumba, ser almas en pena en tránsito por este mundo.

La espantada debió de ser antológica, entre gritos alborotados y rotura de cántaros y botijos. Todas huyeron despavoridas, salvo, parece ser, Gaudenciana, que plantó cara al líder de las ánimas y le espetó sin inmutarse: “No me asusta usted, señor Peña, que le he conocido” y, tras llenar su cántaro, volvió tranquilamente a casa, celebrando haber podido sortear la larga cola que tenía por delante.  

Gerardo Manrique