Mi memoria, poco leal, sólo me trae con precisión dos de los muchos libros que me acompañaron, tal vez potenciado su recuerdo por aquella escena de soledad y grandeza. Uno era el simbolismo desgarrado de Así habló Zaratustra, la desafiante majestuosidad de la nada. De alguna manera, yo allí también eludía todas las miserias del hombre común. Otro, el desgarro existencial de Unamuno en las páginas de Del sentimiento trágico de la vida. Este libro sólo lo podía leer allí, rodeado de una naturaleza infinita, que me defendía del insoportable sentimiento de angustia ante la finitud humana y la desaparición eterna con que se mortificaba su autor.
Por la noche, sin embargo, volviendo sobre lo leído, me asaltaba la certeza ineludible de morir algún día y desaparecer para siempre, de volver al vacío primigenio, de diluirme en la eternidad anónima, y un estremecimiento de pavor recorría todo mi cuerpo. Menos mal que el sueño me vencía, y la vida nos distrae al amanecer con sus afanes cotidianos, y encierra al incontenible leviatán en su jaula, al otro lado del telón, como si no supiéramos (porque no lo queremos saber) que un día se abrirán sus puertas y ya no lo podremos volver a someter.
Pero el paso de los años nos va agotando, y tal vez cuando recibamos su visita estemos tan exhaustos que le demos la bienvenida y le agradezcamos aliviados su auxilio. O como ponía Cicerón en boca de Lelio, cuando éste explicaba en una sosegada conversación con sus íntimos por qué no le atormentaba la ausencia de Escipión, el amigo del alma que acababa de morir: lo peor que le ha podido pasar (venía a decir) es encontrase en el lugar en que estaba antes de nacer.
El Aro es como una gigantesca gota de agua que pingara del cielo. A él mira, casi suplica. Tal vez por ello lo frecuentaba yo tanto entonces.